viernes, 30 de abril de 2010

La noche que García Lorca estuvo en Icod.



Es cierto. Anoche Federico estuvo en mi pueblo. Vino porque de alguna manera lo invocamos. Fue una especie de ouija literaria que atrajo su fantasma y su memoria, y todos sentimos la presencia de aquel hombre gigante y alegre entre nosotros.

Como cada último jueves de mes, anoche tuvimos la ocasión de volver a deleitarnos con una nueva lectura de teatro. La casa de Bernarda Alba fue el texto elegido para esta ocasión, y la experiencia de este encuentro ginecocrático suma un éxito más a la lista de satisfacciones que venimos recolectando desde unos meses acá en el Club de lectura dramática del grupo de teatro Sol y Sombra.

Las acertadas e ilustrativas ponencias de Esther Terrón (Profesora de la Escuela de Actores de Canarias) y de José Ramón Sampayo (Profesor del I.E.S. Tegueste) sirvieron de chupinazo para un acto que no hacía más que comenzar, y fueron esclarecedoras para entender la vida y la obra de uno de los hombres más importantes de la historia de la literatura española, europea y mundial del siglo XX. Esther y José Ramón supieron acercarnos a las circunstancias vitales del poeta, pero también a su maduración técnica, a su proceso creativo, a su despliege imaginario y a su infinita y jubilosa sensibilidad. Ambos profesores supieron adjudicarle exactamente el valor histórico, literario, semiótico y humano de la obra que estaba por llegar y que se escondía en las voces de las actrices allí presentes.

Unas invitadas y otras miembros de Sol y Sombra, la actrices que anoche pusieron voces a la casa de las Alba, nos regalaron la alegría y la desgracia que el poeta supo aunar siempre en sus dramas. Carmen Cabeza le puso voz a una Poncia sumisa y animal. Nos regaló a quienes la escuchábamos el placer de entender un personaje intenso, maldito acaso. Irene Álvarez quiso -for sentimental reasons- interpretar a Adela, la hija rebelde, la soñadora, la fiel reproducción del pensamiento lorquiano. Lioba Herrera jugó a ser Amelia, con aquella actitud sumisa y obediente, con aquel peso de tradición ancestral sobre los hombros. Griselda Laíño, en el papel de Magdalena, puso el acento tragicómico de una hija tierna y obediente. Secretamente pícara. Las cuatro invitadas vienen del teatro y huelen a teatro. Cuatro invitadas de lujo que quisieron acompañarnos en el ritual literario de anoche, imprimiendo en sus personajes todo su talento y su experiencia.

El resto de personajes fue tarea nuestra, del grupo. Elvira Tricás, como no podía ser menos, hizo de Bernarda Alba, con su voz impetuosa, con su manera sencilla y clara. Se dejó llevar por el torrente de tragedia que acuña la obra y supo ayudarnos a ver la grandeza de Lorca. A Palmira Díaz, por algún extraño prodigio, se le fue llenando el cabello de flores a medida que leía el papel de María Josefa, la abuela de la casa, la loca. Nos sorpendió su ternura, su delicadeza, su feminidad poética. Isabel Albuger supo darle a Angustias la amargura de la hija mayor, con su esquelético espíritu, con su flaca esperanza. Teresa Rosquete hizo de Martirio, de hija sumisa pero soñadora, de mujer envenenada por el miedo y la tristeza, con ese huequito mínimo de luz que le dio Lorca para cobrar sentido. Mar Gutiérrez visitó la casa de Bernarda como Prudencia, la vecina anquilosada en las costumbres ancestrales del pueblo. Mari Carmen Ravelo leyó a la imponente Mujer primera, y Cecilia Tricás supo defender a la Criada con uñas y dientes, y luego el resto de oyentes dieron voces a las otras tantas mujeres de la obra.

Los símbolos, la cultura española, el aire de desgracia, la sombra del silencio, la ternura lorquiana, la alegría andaluza, el miedo, la muerte, la ausencia omnipresente de los hombres, los pozos y no los ríos, el olor a sexo, las blancas paredes, los volantes y los ajuares llenos de polvo, los anillos dormidos, las almohadas húmedas de lágrimas y de deseo y el castigo de ser mujer. Todo esto aconteció anoche en Icod con Federico, con Esther, con José Ramón, con Carmen, con Lioba, con Irene, con Grisleda, con Elvira, con Mar, con Palmira, con Mari Carmen, con Isabel, con Teresa, con Cecilia y con todos los amigos y compañeros que quisieron acercarse hasta el magnífico ex-convento de san Francisco. A todos ellos le debemos el placer de mantener candente la cultura, de no regalar a la historia nuestro olvido, de luchar por ser hombres sensibles y bellos.

Y a ti, Federico, te debemos -todas las mujeres y todos los hombres de la tierra- tu grandiosa capacidad de hacer eterna la poesía. Gracias por llegarnos anoche tan intensamente; por herirnos de hermosura.