martes, 19 de octubre de 2010

Máscara 2010. Apuntes sobre un festival de teatro.

En estos días de octubre de dos mil diez nos hemos despedido oficialmente de la III Edición del Festival de Teatro Máscara, en Icod de los Vinos, al norte de la isla de Tenerife. Un encuentro de ocho días en los que hemos podido apreciar el trabajo de varias compañías insulares de teatro, cada una de ellas con su manera especial de hacer y de entender el arte escénico. De mi inseparable bloc de notas, transcribo estos apuntes sueltos.

Viernes 8.
Proyecciones, de Pedro García Cabrera.
Por la compañía de teatro Sol y Sombra.

Trabajo durísimo el de retomar en tres semanas un montaje tan intenso como éste. Estoy contento con la tarea de la dirección que acometí entusiasmado por la calidad del texto. Los actores, a pesar de sus limitaciones, han descubierto colores nuevos, paisajes nunca visitados. Están cómodos, dentro de la ilógica semántica de la pieza. Hay cambios de última hora, que han afectado al ritmo natural del montaje. Pese a todo esto, hay momentos brillantes en el curso de la obra; ciertos personajes y situaciones bien construídas. Las proyecciones de vídeo sobre películas de la primera mitad del siglo XX, y los cuadros cuarto y quinto, cuyo último es un juego entre el actor real y el virtual, han sido bien acogidos. Tengo la certeza de que Pedro García Cabrera hubiera disfrutado con nuestra versión particular. La previa conferencia de inauguración del Festival Máscara con las palabras de Rafael dignificaron la III Edición, la representación de Proyecciones, y la salud intelectual del teatro en Canarias.

Sábado 9.
La reunión de los Zanni, de la Compañía Reymala.

Arrolladora como siempre, esta propuesta de commedia italiana se metió al público en el bolsillo desde los primeros minutos del espectáculo. Su frescura y su inquieta escenografía son algunos de los ingredientes principales. Hay una dirección muy precisa, latiendo de fondo. Los actores mantienen en todo momento el ritmo furioso y la elegancia de cada tipología de los personajes de la commedia dell arte. La música, el canto, el baile, los diálogos ágiles y los monólogos se mezclan perfectamente para construir una pieza disparatada y alucinante. Su grandeza está en la capacidad de divertir mediante un  proceso de sutilísma depuración dramática.

Domingo 10.
El culo, de Sevariano García Noda.
Por la compañía Delirium Teatro.

Interesante trabajo de dramaturgia. Me interesó especialmente la capacidad creativa de Severiano para construir una pieza de corte vanguardista con una estructura tan clásica. Me agradó la modernidad temática y la capacidad para lograr enternecer con un elemento socialmente repulsivo como el trasero humano. Me pregunto si se trata de un montaje adaptado para la celebración de sus veinticinco años de existencia, ya que nombra elementos inexistentes en esa época: el móvil, el euro, etc... El trabajo de Carlos Pedrós como "Culo" es verdaderamente admirable, y llega a resultar de una espectacularidad que se me antoja circense. Selecto cuidado musical de la obra. Sorprendente buenísima acogida del público. Echo de menos este tipo de teatro en la escena canaria.

Jueves 14.
El enfermo imaginario, de Molière.
Club de lectura Sol y Sombra. Varios invitados.

Perfecta selección de Elvira Tricás para festejar a un tiempo el Festival de Teatro Máscara y la Segunda Feria de la Salud, que tuvo lugar también en Icod. "El enfermo imaginario" de Molière, es una magnífica excusa para reunir en un mismo recinto a gente de letras y de ciencias, a filólogos y médicos, a actores y especialistas de la salud. El resultado, como no podía ser de otro modo, fue fantástico. La magia de actores y actrices del mundo profesional y la simpatía de algunos médicos y enfermeras encargados de leer algunos de los papeles de la obra, hicieron las delicias de los asistentes. El club de lectura dramática continúa su imparable labor y suma un éxito más a su humilde pero intenso currículum.

Viernes 15.
Aquí no paga nadie, de Darío Fo.
Por la Compañía Teatrejo.

A pesar de su noble humildad, de sus sanas pretensiones, no me parece un gran montaje, y esto no tanto por las limitaciones propias del teatro amateur, sino por un cuestionable reparto de actores.  Celebro -eso sí- la calidad textual y la iniciativa de subir a escena obras de la magnitud intelectual y dramática de Darío Fo. Me gustó la escenografía: colorista, sencilla, justa y necesaria. Gustó más de lo que esperaba.

Sábado 16.
Clausura y fin de fiesta.
Bocaccio de risas, de la compañía Burka Teatro.

Tengo la sensación de haber impartido una conferencia de clausura que cumplió con las exigencias y los compromisos necesarios para sentar las bases de un proyecto de teatro en Icod de los Vinos con futuro y de calidad, capaz de abrir espacios para todos los sectores del teatro y nuevas vías para quienes comienzan a buscar otra manera de entender el arte escénico. Reivindiqué furiosamente el compromiso político de los profesionales del teatro.

No pude ver el montaje de Burka esa noche, aunque ya lo había visto en otra ocasión y me resultó tan agradable como cultista; lo cual es de agradecer. Recuerdo una buenísima adaptación de Bocaccio, y una estupenda asimilación de su humor a la dimensión teatral.

Domingo 17.
Esto es Troya.
Por la Escuela Juvenil de Teatro Sol y Sombra.

Me deslumbra la capacidad de ciertos alumnos para entender el arte del teatro. Me gusta la sencillez con que se han apropiado de la naturaleza del teatro, y la estupenda labor que en ese aspecto vienen realizando Antonio Fumero y Jose Luis Roger como profesores de la escuela. Por fin Sol y Sombra abre sus puertas a las nuevas generaciones, y cumple con su misión animadora y social con realidades objetivas, y sueños alcanzados.

Miércoles 20.

Hoy es mi cumpleaños. Me he dado el placer de esciribr estas notas de teatro mientras recibo el día de mi aniversario. Veintisiete años. Esta noche leeré a Valle-Inclán, tranquilamente. Algo sutil como una sonrisa se me impone en la boca, y me río idiotamente ante la pantalla del ordenador, mientras reconstruyo tantos años de sortilegios. Sí. ¿Por qué no? Soy locamente feliz de vez en cuando.

domingo, 17 de octubre de 2010

El teatro como arma social urgente en nuestros días.

(Conferencia de clausura de la III Edición del Festival de Teatro Máscara, de Icod de los Vinos. Año 2010)


Queridos amigos,


Esta noche vengo a hablarles de teatro porque me parece que es de esos pocos asuntos de los que puedo escribir más de tres páginas con la certeza de saber que no estoy contando disparates. Vengo, por tanto, para compartir con todos ustedes las maravillas que encierra un oficio tan viejo y de tan hondo calado humano como es el arte dramático. Los que vivimos de esto tenemos el honorable orgullo de ser considerados unos seres raros, excéntricos, lunáticos y extravagantes. Obreros de un arte malentendido, zaherido, elitista y siempre en crisis. Y sin embargo, con todas estas adversidades, frente a todas estas tribulaciones, los actores, directores, escenógrafos, técnicos y productores mantenemos una lealtad homérica a nuestra profesión, casi como si no supiéramos hacer otra cosa que eso. Pareciera que nuestro destino fuera vivir en el feliz abismo. Aunque es cierto que saber hacer sólo eso implica saber muchas cosas, pues la formación teatral es tan intensa como infinita, e impone un ritmo casi violento de aprendizaje. En el teatro, cuyo espíritu fundamental es la imitación de la realidad puesta en tela de juicio, es necesario aprender a entender la vida misma. Saber cómo se realizan todos los oficios y las profesiones. Conocer todas las técnicas dramáticas. Dominar con cierta profundidad materias del saber humano como la literatura, la psicología, la antropología, la historia, la música, la mecánica del cuerpo, la lingüística o la filosofía. Así, al menos, entiendo que debe ser la formación del actor, a la que yo sumaría dos asignaturas más: la imaginación y el compromiso político. Y es de éste último punto del que hablaré en adelante, si me lo permiten.

En la sociedad logocrática en la que vivimos ha triunfado de manera sorprendente una cierta dictadura del relativismo. El poder de la palabra como aparato de dominación social está a la orden del día y es el golpe de gracia para la empresa de la desinformación y la manipulación de la verdad. El teatro es una salida del laberinto de esa maraña desinformativa en la que vivimos. Cuando hablo de compromiso político en el teatro, no me estoy refiriendo a una vinculación de las compañías o grupos de teatro con determinados partidos políticos, ni siquiera con tal o cual ideología. Creo, de hecho, que ésa es la muerte más inmediata del arte escénico: el servilismo. El mayor ejemplo de esa muerte teatral la conocimos en España bajo el yugo de la dictadura fascista que durante casi cuarenta años asoló al país, y que redujo el arte escénico al sentimentalismo decimonónico de la gran tragedia lacrimógena y al grosero barroquismo de la comedia ligera. Un teatro sin duda, muerto, salvo contadas excepciones, y pensado para cumplir función ociosa, pero nunca intelectual; que buscaba el aplauso facilón y el panfletarismo descarado a favor del régimen; extraña paradoja la de utilizar un arte que lucha por las libertades humanas, para beneficio de una dictadura. Entiendo la politización del teatro como la manera de asumir un compromiso con la polis, con el pueblo. El teatro debe ser entendido como un arma social a disposición de las necesidades y los intereses reales de los espectadores a los que se dirige. No pocas veces he ido al teatro a aburrirme, a sentir que aquello que está sucediendo en la escena no tiene mayor trascendencia ni mayor importancia que la de ser un texto exótico, o un montaje muy espectacular del que nada más se puede decir. Padecer la sensación de que lo que se está viendo no pertenece a ninguna realidad objetiva, sufrir la irresponsabilidad de un teatro evasivo que no nos hace pensar ni decidir, es absolutamente imperdonable y otorga el derecho a la devolución del dinero de la entrada. Cuando el teatro se transforma en un pasatiempo social, en una cita para señoronas, se puede afirmar sin temor a equivocarse, que el teatro ha tocado fondo. Creo que la maldición más terrible que le puede acaecer al arte escénico es la de convertirse en una grosera y aburguesada reunión de ocio, donde los espectadores van para pasar la tarde noche y volverse luego a sus casas tan lindamente, como si nada hubiera pasado. Más de una vez he tenido que sufrir la impertinencia de quienes vienen a preguntarme si mi próxima obra de teatro es “de risa”, como si la única opción posible para hacer del teatro algo útil fuera la de entretener con la misma frivolidad y sensacionalismo con que lo hacen las novelas de Danielle Steel. Si alguna razón de ser tiene el arte dramático es su capacidad para subir a escena la realidad del ser humano, sus complejos y sus virtudes, sus miedos y sus vicios. No estamos –nunca hemos estado- en el tiempo de hacer un teatro que nos diga lo que queremos escuchar. Un teatro al servicio de los quince euros que pagamos como espectadores, porque según ley de mercado “el que paga manda”. La burocratización del teatro, esa insufrible manía de atender al gusto del espectador como punto de arranque de un proyecto artístico, tiene que erradicarse inmediatamente, si queremos hacer un teatro que ponga precisamente al espectador entre la espada y la pared. Creo que el mejor de los teatros es aquel que no pretende aleccionar, ni dogmatizar; aquel que en lugar de dar respuestas abre más dudas sobre la realidad del mundo para que el que asiste a la representación se vea obligado a tomar partido bajo sus propias convicciones. A mí nunca me ha interesado el teatro que intenta demostrar que el color blanco es blanco y el negro, negro. Y pienso que, además de ininteresante, ese tipo de teatro es ofensivo, porque no ofrece la posibilidad de reflexionar ni de asumir la obra bajo el criterio individual de cada uno, y porque en última instancia –permítanme decirlo- nos toma por idiotas.

Todo esto que vengo diciendo puede hacer pensar que el tipo de teatro que pretendo debe ser de una rigurosa solemnidad y de un carácter casi mesiánico, donde está prohibida la risa, lo espontáneo, acaso lo lúdico. Nada más lejos. La diversión en el teatro debe estar garantizada, y es además la base fundamental sobre la que se sustenta gran parte del arte escénico. Lo que ocurre es que la diversión no tiene por qué estar reñida con el aprendizaje. Ya en su Epístola ad Pisones Horacio hablaba del equilibrio entre la forma y el contenido del arte, de los famosos términos docere y delectare, de enseñar y entretener al mismo tiempo. Esta conjunción de principios creo que es básica para hacer del teatro un arte apetitoso. Un arte donde los ciudadanos –lamento hablar en términos tan retóricos- descubran una manera de ocupar sensatamente su tiempo, sin la ramplonería y la superficialidad que nos ofrece cierto ocio contemporáneo como es la televisión actual. Hay que saber descubrir el trasfondo social del teatro, pero divirtiéndonos. El género cómico ha sido en la historia del arte escénico el método más crítico y más controvertido de todos. Mientras la tragedia profundizaba los vicios humanos, la comedia se reía de ellos. Mientras la tragedia se desangraba en gritos de espanto y lágrimas de dolor, la comedia se divertía usando los mismos elementos desde un enfoque burlesco. Esta manera de entender las conductas humanas, desde la burla, la sátira, la denuncia descarada, es perfecta para el teatro, y es urgente en nuestra sociedad actual, donde el espectador parece pedir a gritos un descanso de sus problemas personales. La agitación de la vida actual exige también un tipo de teatro diferente, pero que no olvide la voluntad humana de aprender y de conocerse. La risa en sí misma provoca un efecto purgativo, y el mejor regalo que nos ofrece el teatro cómico es la capacidad de disfrutar y gozar de nuestros defectos. Al respecto, comenta Bruce W. Wardropper en su interesante tratado Teoría de la Comedia:



Desde Aristóteles, el homo ridens ha sido tomado con toda propiedad como objeto de indagación filosófica. En nuestro siglo, con metodologías divergentes, Henri Bergson, Sigmund Freud y Alfred Stern han llegado a conclusiones firmes acerca de por qué ríe el hombre. Combinando sus hallazgos, podemos decir que han descubierto que la risa entraña una liberación de tendencias agresivas y un reconocimiento de que el mundo en que vivimos está absurdamente tenso. Por lo tanto, al provocar la risa, el autor y los actores están manifestando la indignación del hombre ante las rigideces vitales y sociales que le recluyen en un molde o entorpecen sus actividades. La risa descarga la tensión que siente como resultado de su insatisfacción con lo que le rodea.


Creo que con estas palabras de Wardropper se demuestra perfectamente que el problema del que vengo hablando no se encuentra en el género teatral propiamente, sino en el contenido profundo que toda pieza de teatro debe tener. Y esta consistencia y coherencia del teatro es una tarea de todos: de los actores, los directores, las compañías y los productores, pero también del espectador. El espectador, que luego el sistema de mercado ha preferido llamar “cliente”, representa la causa y la consecuencia del teatro, el alfa y omega del arte escénico. En los cuatros procesos de la creación teatral, el espectador ocupa el último y definitivo lugar, después del dramaturgo, el director y el actor. De alguna manera los tres primeros son los encargados de construir la pieza de teatro en sí con su mundo simbólico y noblemente estructurado, pero el espectador es el receptor del mensaje de la obra y será quien tendrá  que descifrarlo, denunciarlo, compartirlo o rechazarlo. Es el espectador quien se posiciona ante el texto y quien completa el ciclo ritual de la teatralidad. Por eso es tan importante que la reivindicación de un teatro honesto, intenso y de calidad, sea una responsabilidad de todos. Por desgracia en Canarias no se ha logrado aún implantar una cultura de teatro que forme al espectador también como un profesional del arte dramático. Y no pocas veces he descubierto que el público de las islas da por bueno montajes de cuestionable calidad teatral y rechaza o ignora otros de perfecta hechura. Esta ausencia de público crítico propicia una posición acomodaticia para los espectadores, pero también un escollo para quienes, dentro del mundo del teatro, buscan caminos alternativos a la formalidad y el aburguesamiento de la escena. Y mientras no tengamos un público crítico e inteligente, sólo podremos hacer dos cosas: o luchar por crear e instruir ese público que necesitamos, u obcecarnos en comenzar la casa por el tejado, y obviar la necesidad del espectador en el proceso creativo. El espectador, por tanto, debe hacer uso del teatro en la dimensión de sus necesidades, o tal y como declara Augusto Boal, creador del Teatro del Oprimido, “hay que darle al pueblo los medios de la producción teatral. El teatro es un arma y le toca al pueblo servirse de ella”. Sólo de este modo lograremos crear un teatro propio, auténtico, comprometido y real, que esté a la altura de los tiempos que corren, y que sea lo suficientemente ácido para levantar una emoción, por mínima que sea, en el curioso que ha ido a verse reflejado en la escena.

En otro orden de cosas, la burocratización y cosificación del teatro como producto de mercado ha permitido que el cliente de teatro -no me refiero al cliente individual, al espectador, sino al institucional; léase ayuntamientos, empresas de ocio, organismos, cabildos, ferias, etc…- vele en la mayoría de los casos por el condicionante económico por encima del artístico, en detrimento –obviamente- de la calidad del objeto contratado. Esta obligación de abaratar el costo de los proyectos reduce al mismo tiempo la posibilidad de reflexionar sobre lo estrictamente teatral, y empobrece, en definitiva, la ya famélica situación del arte escénico en Canarias. En este aspecto también se espera cierta responsabilidad por parte de esos clientes de teatro, y cierta sensibilidad para entender las dificultades que conlleva la preparación de un montaje. La apuesta por Festivales de teatro como éste de Máscara representa a mi modo de ver una manera convencida de asumir esa responsabilidad, y creo que es de justicia reconocer la labor que en este aspecto viene realizando el Ayuntamiento de Icod de los Vinos para llevar a cabo un Festival como éste, donde hemos podido apreciar el trabajo de profesionales, de amateurs, de investigadores, de especialistas y de curiosos del teatro, que se han dado cita estos días en la ciudad. A pesar de su joven existencia, Máscara promete ser –y así lo espero- un referente del mundo del teatro en las islas, y una manera también de descentralizar la cultura y democratizarla, incentivando además una excelente promoción de la ciudad y sus ofertas de ocio y comercio. Éste, claro está, es un proyecto que necesita el compromiso de todos, la necesidad de creer ciegamente que vale la pena y que es necesario. Federico García Lorca dijo alguna vez que un “pueblo que olvida su teatro, si no está muerto está moribundo”. Hoy más que nunca el teatro tiene sentido, y se alza como una herramienta más para luchar contra los poderes de dominación, para alejarnos de la insidiosa estupidez a que nos está llevando el ritmo mundial, para ser críticos y conscientes de nuestra existencia y de nuestra sociedad. Animo, por tanto, a todos a luchar para alcanzar las orillas de ese sueño, y para que cada uno en su función y su compromiso sepa entender este proyecto como una conquista colectiva y como un reto cultural para la ciudad, aunque en la mayoría de los casos –les advierto- la lucha será larga y hasta inútil, mientras se siga haciendo un Festival de Teatro en una ciudad que no tiene un teatro, que viene a ser algo así como empezar una guerra sin munición. En el comienzo de este Festival, tuve ocasión de denunciar esta negligencia política, en nombre de todos mis compañeros de Sol y Sombra y mío propio. También en el nombre de todos los que, como nosotros, desean que los actos culturales del pueblo no dependan de los antojos de la imprevisible meteorología. Pensé que resultaría simbólico usar un paraguas para demostrar nuestra orfandad, nuestra triste condición de “sin techo”. Yo espero que pronto los ciudadanos tomemos cada uno su paraguas y salgamos a la calle a solicitar un espacio que acoja definitiva y dignamente a todos los que encuentran en el arte su manera de ser y de existir. La revolución de los paraguas, como en Portugal la de los claveles, está por llegar a Icod y servirá para reclamar lo que nos pertenece.

Mientras tanto unos y otros, tenemos que seguir luchando por acercarle a la gente el teatro. Los grupos amateurs como Sol y Sombra, tienen en ese aspecto una responsabilidad enorme en el proceso de formación de espectadores, que no siempre he visto que se llevara con éxito ni con la suficiente responsabilidad. El trabajo rural de estas compañías domésticas, su labor de iniciación al arte dramático, sus proyectos humildes y cercanos son un ingrediente fundamental para el gran festín del teatro. Crear un público de teatro es la única necesidad inmediata para resolver de una vez la tragedia del teatro en Canarias. Pero no cualquier público, sino un grupo de hombres y mujeres responsables, críticos, exigentes, cultivados y justos en sus análisis. Que asistan al teatro con la certeza de que habrán aprendido algo, y de que después del salir del teatro, algo en ellos les ha cambiado de dentro.

Yo, en mi empeño por considerar que el arte dramático es una manera fundamental de expresión humana, un escáner de las pasiones del hombre, no bajaré la guardia, aún sabiendo que no interesa, que no vende, que no gusta, acaso. Algo parecido al entusiasmo me susurra siempre a última hora que es necesario, que revela, que ilumina, que nos hace más libres y más responsables, que ayuda a entender lo que somos y que evita convertirnos en lo que no queremos ser. Y creo firmemente que si esta furiosa lucha no sirve para nada, ya sirve para algo.

Buenas noches.