miércoles, 30 de diciembre de 2009

Concierto para un año en do mayor.

Adagio
Lo admito: soy de aquellos que parten el año arrasado en lágrimas. No creo que sean especialmente lágrimas de tristeza, o al menos no de una tristeza concreta. Creo que cuando se llora al final de cada año se está evocando la memoria de quienes ya no están, la amargura de celebrar un tiempo que se nos escapa, la felicidad de estar juntos nuevamente y el prodigio de un año que ya es viejo y que algún día recordaremos lejano y difuso. En mi caso fue siempre así, al menos desde que tuve consciencia del tiempo, hace ya algunos buenos años.
Vivace

Dejar atrás un año no es cualquier cosa: es echar al olvido -y a la experiencia- tantas alegrías como penas, tantas amarguras como júbilos. Es escharse a la espalda más abultado el saco de nuestro peregrinaje. En un año se hacen tantos amigos como fantasmas que pudieron serlo. Se abren tantas veredas por las que andar, como abismos impracticables que nos impusimos nosotros mismos. Las oportunidades se abren y cierran al antojo del curso de los meses. Las casas cimentan un poco más sus columnas vertebrales, y las actas mundiales van marcando el hilo de la historia.
Allegro Moderato
De alguna manera yo me había prometido que el 2009 sería uno de mis años más especiales y fructíferos. Y así ha sido. A lo largo de estos casi cuatrocientos días he visto depertarme con los ojos llenos de Francia, y el frío mamporreando las calles. He visto ciudades nuevas y limpias como Hamburgo, con gente que llevaré en el alma como cicatrices tatuadas. Conocí también la hermosa Italia, y revisité Bélgica y una de mis tantas novias: Madrid, con sus viejos encantos tristes. Me fue dado el prodigio de conocer la Bretaña y la Normandía a lomos de un coche diminuto pero donde cabía el paraíso de felicidad que me brindó Loïc, un hombre que pude haber amado sin temores. Y luego, la isla nuevamente: con el olor a cada día, con la familia atenta y orgullosa, con los amigos sempiternos y leales, con el paisaje renovado en la mañana. Instalado en la isla, las oportunidades que me brindó el destino fueron innumerables y oportunas: mi regreso a la academia con este máster que malpractico y pocoaprendo, las ocasiones de hacer teatro con nuevos compañeros, la voluntad hermosa de escribir cuanto quise y ver todo aquello subido a escena hace unas semanas.
Allegro
Y como siempre los amigos. (Suena gigante en este momento la orquesta, en un crescendo violento) Los trozos de yo mismo que reparto por el mundo, desde Detroit hasta la India, desde el Norte de Francia hasta mi pueblo, desde la ignota Andalucía hasta la Costa Rica, desde los sitios más impensados a los más cotidianos. Ayer se me dijo que mi nombre surgió en las bocas de dos amigas en Puerto Rico, y a mí aquella sensación de seguir vivo en la distancia me inundó por completo de entusiasmo. Nombrarlos a todos sería tan largo como peligroso de olvidar a ninguno de ellos. Aquí, frente a la ventana de mi habitación, frente al paisaje sereno de verdes, amarillos y mares les invoco, amigos de mi vida. En esta íntima mañana con que casi me despido de este año en do mayor, que suena como órgano eucarístico, invoco la memoria, el recuerdo, la semilla que plantamos este año y que el tiempo irá volviendo un árbol robusto e inquebrantable. También a ustedes los llevo ahora en la memoria, amigos nuevos, recientes, que van sumándose sin miedo a mi lista de alegrías, que irán amoldándose conmigo para entendernos por siempre jamás.
Feliz año a todos, amigos. Y enemigos.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Francia, como de costumbre.


Lo supe y lo dije cuando vine por primera vez: este pais sera por siempre mi costumbre. Y asi ha sido hasta esta noche de finales de anio en que escribo voluptoso los placeres que me brinda Francia. No sé por qué extrania razon es aqui, en la inmensidad de un paisaje llano y rutinario,en el malestar de frio y cielo negro, donde se inflama mi conciencia continental. Tal vez mi condicion insular humana (esto lo explica mejor Pérez Minik) me confunde el latifundio y la frontera. Creo que el canario -el insular, por ende- es un animal hambriento de tierra, que encuentra su libertad en la quietud de un mismo mar constante. Nuestro horizonte tal vez esté mas lleno de fabula que de verdad, y de alguna manera nuestro mar es tambien una quimera. Aqui en Francia, la vision del paisaje se transforma, la calidez pastel calma la violencia del ojo y lo descansa. Acostumbrado al negro abismo, al verde citrico, al azul petroleo, al rojo puro y al blanco roto de la isla, la mirada aqui se llena de quietud impresionista, de nostalgia caliente. De un César Manrique a un Renoir. Tambien se huele aqui el aroma de Europa, su perfil amplio y viejo. Aqui esta el rio y el castillo, la historia perpetrada por los siglos. Alla abajo (<> dijo Breton sobre Canarias) el tiempo esta pausado, casi ausente. La isla es un espacio de aire estrecho que ignora los imperios y las causas. Es un eterno presente inconsecuente.


Francia es mi costumbre, como lo es mi predileccion por los libros, mi pasion por el orden, mi impertinente curiosidad o mi café vespertino. Cuando piso nuevamente sus umbrales me sacude una sensacion doméstica que siempre me resulta agradable, como si este trozo de tierra fria fuera un alargamiento de mi propia habitacion. Y luego, la mano calida de los amigos, enaltecida por la honestidad de mantener inmutable una relacion sentimental de tantos kilometros y meses, que se alza grandiosa para brindar por el reencuentro. Juntas las manos, el buen burdeos amenza con desbordarse de los vasos con su espesura de terciopelo y derramarse sangriento en el mantel, casi como recordando el asesinato amistoso que no cometimos.

lunes, 7 de diciembre de 2009

El aire de la muerte.

Permítanme hablarles hoy de un pintor terrible. Un pintor que en cada lienzo mezcla el surrealismo burgués de René Magritte, la plasticidad de Alex Katz, la calma caliente de Edward Hooper y un poco del "pop art" americano. Algo de Oscar Domínguez también me sugiere esta pintura mágica, que cuanto más la observo más me espanta y maravilla.

El alquimista de este prodigio es un vizcaíno de treinta años, llamado Kepa Garraza, que ha sabido aunar elementos de la tradición artística, pero también literaria e histórica. Su versión del Marat de David reconstruye aquella traición de una manera doméstica, como si el mismo asesino hubiera fotografiado a su víctima sentado en el retrete y regulando sin temor el objetivo de la cámara. La sangre en Garraza es literaria, es sangre shakespeariana que parece estar eternamente caliente, de tan reciente como es la muerte en cada cuadro. Es una sangre épica que narra en sí misma cuanto ha ocurrido hasta ese momento en que el espectador observa por primera vez el cuadro.
La situaciones son siempre imposibles. Nacidas de la imaginación y la aventura del desafío de la mirada. En ellas sus protagonistas parecen desatender la gravedad de cuanto sucede, y la muerte es amenzante, como la creyeron en la Edad Media. Algo de heroico y de idiota surca las telas de Garraza; algo también de invisible-evidente.
Su belleza principal consiste en recordarnos la técnica de aquellas ilustraciones que mostraban en sus revistas evangelizadoras los Testigos de Jehová, pero descontextualizadas: la risa de una familia unida se torna aquí indiferencia, en una pareja donde él está muerto y ella piensa en sus cosas mientras fuma. Así de simple y de estulto, sin la precaución de marcar los límites del óleo y de los píxeles. Lejano a la insulsa realidad, pero mezclándola constantemente, valiéndose de ella para alterarla. Con toda la violencia oportuna y necesaria del arte nuevo, con toda la coherencia y la técnica de una manera de hacer, con el concepto de la belleza inundando trágicamente el lenguaje que narra cada estampa.
Lo descubrí en una revista especializada de arte contemporáneo hace ya algunos meses, y apunté su nombre en mi agenda para no olvidarlo. Esta tarde, al revisar un número de teléfono, la muerte me llamó a los ojos y leí su nombre: Kepa Garraza. El resto, ya lo saben.
P.D.: Con la inquisición tecnológica que nos amenaza no me atrevo a publicar imagen alguna de sus cuadros, no sea que en lugar de entenderse este artículo como un humilde homenaje, una crítica personal, me achaquen de oportunista y de plagiador. Así que les dejo el enlace donde pueden ver algunos de sus cuadros. El resto, también lo saben.

domingo, 6 de diciembre de 2009

La Laguna o el tiempo recobrado.


He vuelto a La Laguna, la ciudad de mi primera juventud. He vuelto, en cierto modo, a reencontrarme con aquel yo de entonces. Hacía años que no andaba sus aceras con paciencia, que no me detenía a contemplar el orden de sus calles, el cielo abigarrado. Fui invitado por la compañía Troysteatro para participar en unas jornadas de teatro en la calle, que se vinieron sucediendo desde el lunes pasado y que acabaron este viernes. El motivo, tan simple como importante: el décimo aniversario de su declaración como patrimonio universal. En este evento tuve la suerte de trabajar con gente con la que no hacía nada desde hacía muchos años, como mi querida Carmen Cabeza, y de compartir escenario con tantos otros como Gerardo Zanardi, Miguel Ángel Batista, Lioba Herrera y por supuesto la compañía Troys al completo. También Isabel Albuger, miembro de Sol y Sombra, estuvo con nosotros. Fue, se los garantizo, un encuentro hermoso, comunitario, tribal, colectivo... como me parece que deben ser estas cosas del teatro. Durante cuatro días reconstruímos La Laguna del siglo XVI, con un texto de dudosa calidad literaria -con perdón-, un vestuario delicioso y una estupenda puesta escénica de Lucas Balboa, y una localización que visitaba los edificios más singulares y representativos de ese período. A Carmen, Gerardo y a mí nos tocó embutirnos en un trencito que serpenteaba las calles más secretas y que nos dejó afónicos durante los cuatro días, de tanto como incordiaba su maquinaria propulsora. La experiencia resultó agradable a todos los espectadores de aquellas visitas, y honestamente creo que supieron apreciar aún más si cabe la belleza de una cuidad tan antigua como hermosa.



A mí me parece que La Laguna es nuestro orgullo isleño, nuestra Toledo particular. En ella no sólo me formé, sino que viví experiencias hermosas y perdurables. Allí me hice grande en todos los sentidos, y me abrió el corazón hacia las ciudades del mundo: tras La Laguna vendría Salamanca, y luego Madrid, y luego Niort y así un sinfín de pueblos o capitales que guardo en la memoria como fragmentos de lo que he sido. Cuando me canso de ser y estar, me reconstruyo con la memoria de esas ciudades, y en este aspecto, La Laguna es un poco también el patrimonio de mí mismo.