lunes, 28 de junio de 2010

Réquiem sin piano para Pepe Floro.

Desde la mañana de ayer domingo a la música del universo le faltan dos manos, diez dedos, un hombre: Pepe Floro. Y todos los pianos y las guitarras y los timples y los cuatros lloran huérfanos la muerte de uno de sus más fieles amantes. Consigo, Pepe se ha llevado una manera especial de interpretar ese paraíso extraño y gramatical que es la música. Y se ha llevado un pedazo gigante de emoción que supo traducir siempre en tecla, en cuerda y en aire.

Pero se ha llevado más, mucho más: también el corazón de quienes tuvimos la suerte de compartir nuestros talentos con el suyo. Lo lloramos desde ayer guitarristas, saxofonistas, cantantes, bailarines, presentadores, magos, obreros, profesores, curas, políticos, jazzistas, folclóricos, modernos, clásicos, parranderos, borrachos profesionales, espontáneos de tenderete, familiares, amigos, compañeros y enemigos. Lloramos -estoy seguro- porque cuando se conoce a una persona así uno tiene la creencia infantil de que no puede morir nunca, de que los genios malparados como Pepe están hechos de una pasta que resiste el tiempo y el dolor, porque nos resulta injusto pensar que toda esa magia con que era capaz de crear mundos no vuelva a repetirse nunca más sobre la Tierra. Y es que había en su música un olor a poesía tan intenso como el de su inseparable wiskhy inglés.

Ahora, en esta noche seca, se me atropellan en la cabeza los recuerdos y las emociones, como luchando por construir un réquiem digno de un ser tan especial como el maestro. Una sombra oscura de tristeza recorre Icod, su pueblo y el mío, amenazando con desparramarse por calles y casas para siempre. Parece como si nadie se atreviera a fundar un tenderete sin el miedo de que la emoción sea tan fuerte que pique el vino en las bodegas y las guitarras se queden afónicas de llanto y de nostalgia. Muy grande tiene que ser el talento de un músico para que al morir se le tenga miedo al silencio que deja tras de sí. Y gigante también la persona que es capaz de sacarnos tan gorda lágrima igual a tan distinta gente. 

Cuando, en tiempos venideros, los hijos de las nuevas familias que están aún por venir escuchen hablar en el pueblo -que será entonces ciudad acementada- de un tal Pepe Floro, algo que es como un tímido orgullo nacido del cariño hacia las cosas cercanas -como un fuego de identidad- les arrebatará el corazón, y sabrán que aquí, casi en las raíces del Drago nació un hombre de feliz condición para la música, y de extrañas dotes para la eterna alegría.

La historia está a favor de los vencedores, y desde hoy a la memoria del pueblo, junto a Gutiérrez Albelo, Nuria Delgado o José Manuel Cabrera Mejía hay que añadir la de José Luis Ravelo. La de nuestro Pepe.

Desde ahora, los que aún estamos vivos somos testimonio.

sábado, 19 de junio de 2010

Una dama boba.

Anoche dos grandes sorpresas: el Paraninfo de la Universidad de La Laguna, y La dama boba, de Lope de Vega, que yo había leído ávidamente con dieciséis años, pero que nunca había visto representada. De la pirmera sorpresa debo decir que fue una mezcla de encanto y desilusión: demasiado gigante y desangelado para recinto de teatro, y demasiado frío para cita universitaria. Eso sí, el techo del Paraninfo, me resultó delicioso. De un lado, los obreros del mundo, del otro los intelectuales, hacia un norte las palomas, hacia otros cielos las águilas, y todos allá arriba mirándonos, empequeñeciendo nuestras existencias con las suyas. Algo de trascendente hay en aquel fresco, algo de extraño también, con una esquina donde se advierte la máquina y el futuro; el futurismo, por mejor decir.

La segunda sorpresa, La dama boba. Cuando alguna vez alguien ha tenido la bondad de preguntarme (preguntar es un acto bondadoso) una definición de teatro, yo he respondido que hay tantos tipos de teatro como maneras de entenderlo. Hay teatro cuya referencia son los actores del montaje, hay teatro que se convierte en éxito por sus directores, hay teatro de autor, hay teatro de escenografía, hay teatro de libreto, teatro de música, teatro de iluminación, de adaptación o versión, de producción, de maquillaje... y teatro de vestuario. Éste último, es el que representa para mí, la bobita dama de Lope que vi ayer en el Paraninfo. No significa esto que el vestuario sea lo único que vale la pena del montaje. ¡Nada más lejos! Sería tan injusto como miope decir sólo eso de la propuesta clásica de la compañía Réplika Teatro. Pero el hecho de ser Ágatha Ruiz de la Prada la encargada del vestuario y la escenografía, no es sólo un llamado comercial sino un estigma que marca de arriba abajo la obra de teatro. La marca desde la conciencia del espectador que asiste por la curiosidad de ver un clásico en manos de una modista tan particular, y porque esa particularidad de Ruiz de la Prada es evidentemente una línea estética inquebrantable.

El montaje fue, sin duda, delicioso. Los actores, embutidos en aquellos kilos de goma espuma y fluorescentes, parecían no formar parte de la raza humana. Los corazones y los círculos y las estrellas, se amontonaban -con cuidadísimo equilibrio- en los vestidos y los ropajes. Todos los diseños no hacían más que acariciar ligerametne la idea del vestuario del Siglo de Oro. Eso sí, muy soslayadamente, permitiendo crear un mundo nuevo a partir de la inspiración de los volúmenes y las formas de aquellos tiempos. La armonía de los colores en el escenario, junto a un juego de luces fantástico y sutilísimo, hacían del montaje una especie de dibujo animado, de caricatura del mejor cómic juvenil. A mí me sorprendió el talento escénico de Ágatha para respetar al mismo tiempo el protagonismo del verso en la obra, trabajo que muy probablemente se deba especialmente al cuidado de Jaroslaw Bielski por acentuar la importancia del texto, frente al espectáculo. Duro trabajo para un director teatral cuyo montaje cuenta con un vestuario que es un símbolo nacional, perfectamente reconocible y que nos impone una excentricidad ya conocida por todos, que es la de Ágatha, la de su mundo tan básico y tonto, tan estupendo.

Eso sí, por más que Bielski haya construido una linda versión de Lope, el verso del Fénix sigue sufriendo en este país la amenaza de no ser dignamente recitado. Acaso sufre de ser incomprendido, aún peor. Especialmente en los actores jóvenes, ufanados en mostrar sus cuerpos esculpidos y sus bellezas -doy fe de ello-, entusiasmados con danzar sus encantos por la escena, pero olvidados del ritmo interno de un verso que debe fluir mágicamente natural, sin interrupciones ilógicas, sin paradas en encabalgamientos abruptos. Esto es más grave cuanto que lo que está en juego es la comprensión de los clásicos en la actualidad, y por tanto su continuidad en las carteleras nacionales. Olvidar nuestros clásicos -probablemente lo mejor del teatro barroco europeo- es lanzar al olvido toda una tradición no sólo dramática, sino histórica. Lope, Calderón, Tirso, Guevara, Amescua, Castro o Bances Candamo, son el reflejo de una España intensa, y obras como Fuenteovejuna, El alcalde de Zalamea o la misma Dama boba (con su crítica descarada a los intereses matrimoniales y el arribismo) son un referente social y humano para los fundamentos de nuestra sociedad actual. Y el no verlo así, el no darle esta suma importancia, es abrir la puerta al olvido, que carcome -como ya sabemos- todo éxito humano.


No obstante la dirección era fresca, la escenografía de lo más simple (cuatro cojines que formaban un trébol ¡de cuatro hojas!), los actores se entregaban con el entusiasmo y la alegría precisa de la trama, y los espectadores reímos no pocas veces con los disparates de Lope de Vega y con su infinito ingenio y maestría. Me gustó aquel mundo onírico, inexistente, donde la realidad y la ficción no tienen frontera, y donde los corazones, tan propios de una comedia de enredo amoroso- se multiplicaban innumerables por la escena. Celebro el empeño de la compañía Réplica Teatro por demostrar que Lope es un recurso teatral inagotable y por acercarnos los clásicos con la urgencia del show emocional y visual que busca el espectador de hoy.  O como se dice por mi pueblo: entre col y col, lechuga.

Mi primera vez.

Era mi primera vez. La primera vez que, por fin, después de varios intentos por conseguirlo, me sentaba tranquilamente en un teatro a presenciar una zarzuela. Sucedió el miércoles pasado, día 16 de junio, y fue casi por casualidad. En alguno de mis paseos vespertinos hube de haberme deleitado por las calles laguneras, que recorro con cierta asiduidad, y al pasar por el Teatro Leal descubrí un cartel que decía:

La gallina ciega.
Zarzuela en dos actos en formato de cámara.

Eran las cinco de la tarde, y la obra comenzaría a las ocho y media. Apenas si tenía tiempo de avisar a todos los que seguramente estarían dispuestos a venirse. Llamé a mi amiga Jéssica Scarlett. (Se me antoja ahora que su nombre compuesto tiene algo de zarzuela, también). Aceptó venirse conmigo a la representación. Así que pasó por casa y luego nos fuimos hasta el teatro.

Curiosamente, cada teatro tiene su público, y cada público forma su propio teatro, recortado al antojo de sus gustos y sus esperanzas. Allí, en las puertas del Leal, esperaba un grupo -pequeño, todo hay que decirlo- de descarado sector burgués, con sus abrigos de piel de marta unas, sus gemelos dorados en los ojales otros y, si me apuran, sus perritos de pelaje blanquísimo y espumoso. A mí aquella estampa de un siglo diecinueve derretido me resultó tan curiosa como divertida. Al entrar, éramos tan pocos que nos dieron asiento en el patio de butacas a todos, a pesar de haber reservado para el segundo palco. Como siempre se cerraron las puertas, se apagaron los teléfonos móviles, las luces comenzaron a difuminarse, y el teatro quedó a oscuras en un ínterin.

La pieza nos resultó una golosina, una exquisitez, una cajita de música preciosísima de la que saltaba como en una fuentecilla un chorro incesante de alegría, y en la que los personajes parecían marionetas movidas por hilos invisibles. Hilos conducidos, eso sí, por una excelente dirección escénica, pero también musical. Los actores cantantes, -o los cantantes actores, no sé- supieron construir una trama ligera y divertida. Y los músicos (Ensamble de Madrid) dibujaron perfectamente el espíritu alegre de la pieza. Mientras observábamos absortos aquel espectáculo, que nos maravillaba acaso por su sencillez y su frescura, yo admiré en la zarzuela la capacidad de crear en colectivo un espectáculo total. Siempre me ha sorprendido esa propiedad del teatro que consiste en conformar un producto único formado por infinitos trabajos individuales; es decir, que el prodigio del teatro es su colectividad, su sentido tribal, donde cada uno debe cumplir con su propia tarea para acercarse a un mensaje global. ¡De qué laborioso modo el autor del libreto -M. Ramos Carrión- y el compositor musical -M. F. Caballero- supieron fundar sus talentos para crear una zarzuela tan simple pero cerrada, tan bien construida!

Por un momento tuve la sensación de tener un gesto de lo más idiota, con la boca abierta por la delectación de aquel espectáculo que supo imitar en todo momento el efecto del cine mudo, a través de juegos de luces y maquillajes y vestuario de cierta misma línea cromática, que rondaba los grises, los marrones, los dorados y los negros. Una escenografía de lo más sencilla y unas voces excelentes. Aunque (esta es una confesión inter nos) me parece que los cantantes de zarzuela -lo digo porque hago una colección de varios volúmenes y empiezo a ver más espectáculos de este género- cojean bastante del lado de la interpretación textual. Hecho perfectamente comprensible en una profesión para la que cada uno de los dos aspectos de la misma (teatro y música) cuesta una vida entera aprenderlos.

La zarzuela, prima hermana de la ópera, cuya diferencia de aquella es que aquí hay partes dialogadas, es un arte español cuyo nombre se le debe a una zona del Pardo donde había muchas zarzas y en el que Felipe IV quiso hacer sus fiestas con música. Desde entonces el teatro cantado, o la canción dramatizada, vienen siendo en España un género muy preciado desde las óperas de Calderón de la Barca, hasta estas composiciones alegres como la que vino al Teatro Leal con la Ópera Cómica de Madrid el pasado miércoles. Es, eso sí, un arte que interesa más por su exotismo, que por su profundidad y trascendencia. Un arte hecho para una burguesía que no conoce el hambre, la pena ni la rabia. Un arte muerto.