viernes, 31 de diciembre de 2010

Como si pasara un año.

Me levanto tarde, aletargado por la resaca de la noche anterior, con el sueño en los ojos y una amargura innoble en la garganta. Me arellano en la cama, me monto sobre las piernas el portátil y comienzo a escribir estas líneas con las que asesinar un año viejo. Me pongo a pensar en todos los pequeños prodigios de este dos mil diez que ya acaba, las tardes en que me aburrí y en las que fui enorme. De alguna manera me siento en el compromiso de recordar "aquellas pequeñas cosas" y aquellos nuevos seres que el año me puso en el camino.
Los días de últimos ensayos y primeras representacíones teatrales con mis compis Óscar Bacallado, Lioba Herrera y Sonsoles García, recorriendo los colegios e instituos de La Laguna con la guitarra al hombro, y la sensación impagable de saber que uno regala sin miedo su energía para hacer un poco menos duros los problemas de los otros, para arrancar una sonrisa al triste. Y luego el espectáculo de ratoncitos que construimos a golpes de entusiasmo y de diversión y que llevamos en Barraca por la isla. Y los viajes por el archipiélago, llevando isla por isla a aquel personaje de Javi que tanto me gusta y que me hizo conocer espacios como el Teatro Chico de La Palma, donde fui tan feliz como gigante.
Los macnamarianos días de Carnaval, nuevamente con Lioba, mi hermana, pero también con otros seres difuminados ahora en el curso de los meses. Mi encuentro con Adrián y Macri, a finales de febrero, donde nos dimos al placer de recordarnos y de retomar una conversación -y un cariño- que estaba pendiente y amenazada por el olvido. Con ellos comí flores de chupos como exquisiteces.
El club de lectura dramática que se ha venido organizando en Icod, gracias sobre todo a la inestimable aportación de mi amiga Elvira Tricás, y gracias por supuesto a toda la gente de teatro que ha tenido la bondad de venirse hasta el norte y compartir lo que sabe con nosotros, desde Delirium, Troysteatro, Teatro Negra, Burka Teatro, hasta Ruth Cabrera,  Elsa Mateu o Teatrejo.
Mi querido Juan Carlos León "Mosco" y mi hermosa Mar Gutiérrez, con su confianza y su ternura, con su talento y su paciencia. Un trío de sota, caballo y rey dispuesto para el mejor envite, con nuestro repertorio tan sublime de fines de semana. El espectáculo de trovadores y cantautores que hicimos, tomando de aquí y cogiendo de allá. Y el ¡Fun, fun, fun! esta vez con David Orán, compañero de faena, con quien tantos buenos ratos hemos pasado.
Mi encuentro con Montse y Mónica en Gran Canaria, escapado de una de las giras por la isla para dormir al menos una noche con ellas. Divinas, fantásticas, humanas y divertidas como siempre. Con ellas, tengo la sensación de estar siempre borracho sin estarlo. Extraño ánimo.
Mi grupo de teatro Sol y Sombra, y el viaje que allá por mayo nos hicimos a Gran Canaria para llevar una comedia del Amparo a Tejeda. Un viaje -como todos- alegre y distendido, novelero y auténtico. La posiblidad de contar con nuestro espacio propio como sede: el Matadero (justo detrás del Drago); lugar de ensayo y de emoción donde nos dimos al placer de retomar Proyecciones para el Festival de teatro Máscara, de nuestra cosecha. Mi primera conferencia de teatro ante un público que entendió mi denuncia perfectamente.
Mis rutas nocturnas con Jéssica, y nuestros paseos al Leal, a escuchar zarzuela. Y nuestras cenas y nuestros pitillos confidenciales a altas horas de la madrugada, mientras el humo asciende vertiginoso sobre los edificios más altos de San Benito.
La visita de mi siempre querido Jorge, a quien llevo en el alma como cicatriz.
El kiosco de Icod cada viernes, con sus melodías y sus palabras, con la gente necesaria para sentir la necesidad de contar un cuento extraño.
Los días verano con mi preciosísima amiga Elodie Gauchet y Greg. Días de vino y rosas, sin duda.
Mi pequeña Zarzuela para Los Silos, con chotis incluido, y Marsita siempre haciendo de las suyas con su genial encanto. Curioso trabajo que me hizo conocer el mundo de la zarzuela, y enamorarme de ella. hay quien aún me achaca que cante siempre el "No puede ser, esa mujer esa buena" de la Tabernera del Puerto, ¿verdad Lean? A tí también, que te conocí a finales de agosto y todavía nos aguantamos. jeje.
El Fesitval Máascara, en Octubre, con la exposición de trabajos fantásticos, y la voluntad de un público -el icodense- que parece volver a amar el teatro, como hace años. A todos los que participaron y asistieron, en esa comunión sagrada del que hace y el que observa, mis mas sinceras gracias. Las funciones de la compañía por los colegios del municipio haciendo un llamado a todos los niños y jóvenes para que se acerquen al teatro en aquellos días tibios no fueron del todo en vano.
Mi contacto con el grupo del Taller de dramaturgia permanente, y en especial a Isabel Delgado, que me volvió del revés como un calcetín, fue sincera y humana conmigo y ahora tengo la cabeza explotando. Pero también a todos los compañeros que allí he conocido: Mabel, Herika, Jorge, Adán, Eduardo, Elías, Micaela, Jose, Élida, Marina, Alicia, etc... y luego los que empezarons a formar parte de este movimiento cultural de espacios)abiertos(de libre creación, donde hay tan buenos artistas y mejores compañeros, y que parece seguir la máxima marxista de: ¡Artistas del mundo, uníos! Los cursos con Rogert Bernard, Sara Molina e Isabel, más o menos intensos, pero igual de importantes para la conformación de lo que somos hoy.
El rodaje de una publicidad que saldrá estos días con La fábrica de imagen, y con los compañeros que allí conocí: Olga, Pablo, etc... -me van a matar las demás-.

Y en general mis reuniones con encantadores políticos que nada saben, con gente del mundo de la música que dan asco, con los primos en los días de fiesta del pueblo, con hombres estupendos, con mujeres encantadoras, con profesores ilustres, y con detestables burgueses.

Mis padres -hermosos como dos estrellas-, mis abuelos -reconcentrados ahora en un espacio nuevo, tranquilo, mínimo-, mi hermana Patricia, tan noble y equivocada, y en general a todos los que quiero y los que no quiero. Que tengan un próximo feliz año como se merecen. Y a todos los que no he nombrado, que sepan que celebro que me quiera tanta gente que no pueda escribir de todos.

¡Un beso y feliz año 2011!

lunes, 8 de noviembre de 2010

Elegía a Miguel Hernández, con quien tanto quería.

No es común, es cierto. Pero alguna que otra vez se suele tener la suerte de ser joven y dar con un verso iluminador, con un fragmento de una novela inolvidable, con un trozo de pensamiento que trasciende. No sólo consiste la suerte en dar con él, sino también en tener la disposición de leerlo con la entereza y la entrega que requiere la lectura, por breve que sea. Un día yo fui joven y tuve la suerte de que mis manos dieran con un volumen de poemas de un tal Miguel Hernández, cuya portada recogía un retrato suyo a pluma, y del que muchos años más tarde descubriría su autoría; nada más y nada menos que otra de las joyas de la literatura española: Buero Vallejo. Ya no recuerdo si aquel libro vino a mí por error, o yo apuré la necesidad de encontrarlo. Lo que sí les puedo asegurar, es que en aquellos poemas humanos se anudaba un hilo invisible que me hacía acabar el prodigio de un verso y continuar con otro sin descanso. Tanto fue así, que empezó a enterrarse aquella música en mi cabeza y ya no pude dejar de repetir tanta belleza. La Elegía a Ramón Sijé era un padrenuestro que rezaba cada tarde, con la misma entonación y el mismo ritmo en cada repetición. Alguna vez lo recité en el instituto donde cursaba mis estudios, en uno de tantos espectáculos como logré hacer en aquellos años, y que me valieron la confirmación de mis dos grandes pasiones: la literatura y el teatro.

Ahora con los años, después de todo este tiempo, vuelvo a descubrir en la obra de Miguel Hernández la misma entereza y el mismo coraje que un día leí en sus primeros versos. Y en estos tiempos de necesaria revolución sus poemas se vuelven granadas libertarias. "Déjame que me vaya / madre a la guerra. / Déjame blanca hermana / novia morena". De Miguel heredé sin saberlo -lo sé ahora- la necesidad de ser consecuente con el tiempo que le corresponde a cada uno. De asumir la muerte con la satisfacción de saber que uno cumple con su papel histórico. De no regalarle a los hombres venideros un mundo roto, vergonzoso, inútil. A mí aquel poeta soldado, aquel hombre sensible y social, aquel animal tierno y justo lograba estremecerme completamente. Yo lograba imaginarme desde sus versos la grandeza de su hombría, su olor a macho y a tierra, su gigante dignidad que cargaba como una cruz castigadora, pagando con la muerte y la miseria tanta honradez.

Otra de sus grandes revoluciones fue, así me lo parece, asumir una escritura de cricunstancias con una calidad literaria pocas veces reconocible en otros poetas sociales, para quienes el mensaje ideológico muchas veces imperó sobre la forma poética. Sobre todo en los tiempos de aquella España convulsa, donde se tenía que buscar por todos los medios la manera de evitar aquel cruento coup d'État que acabaría imponiendo una dictadura fascista. La poesía también se vio obligada a politizarse y a defender los ideales de la patria y de la república, ganada a golpes de luchas y de derechos. Unos años de nuestra historia contemporánea que ahora el señor Papa, en su reciente visita a España, ha querido tildar de agresivo anticlericalismo. Pero este es otro tema que no merece mayor comentario. En Hernández todo poema es de una belleza que duele, y esto no tanto por la verdad de su voluntad poética, sino por el profundo conocimiento del mecanismo a partir del cual un poema es un poema y no una receta de cocina.

Con Miguel Hernández, y luego Ernesto Guevara de la Serna, yo asumí la insignificancia de la muerte, cuando se trata de dar la vida por unos ideales.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Juan Béjar: la infancia incierta.

Durante muchos siglos el arte de la pintura en Occidente sirvió para inmortalizar todo cuanto concernía a lo perecedero -personajes, acontecimientos, paisajes- o a lo religioso, en esa pretensión evangelizadora del cristianismo para adoctrinar con material didáctico a sus fieles. También sirvió para recordar el vergonzoso esplendor de ciertos absolutismos, y como antojo sexual de grandes monarcas. Reflejó con entusiasmo el auge de la burguesía moderna, vió decapitar a los poderosos, liberarse los esclavos, volver a implantarse el imperialismo napoleónico en la Galia; dio fe de la prepotencia eurocentrista en América Latina y de la independencia de sus naciones, de la Ilustración y el Romanticismo, asisitó al nacimiento de los Estados Unidos de América y fue crucial para la vanguardia europea. Hasta la llegada de la fotografía, la pintura asumió la responsabilidad mesiánica de lo testimonial, del documento fidedigno de cuanto acontecía en el mundo. La literatura, por otra parte, se encargó de corroborar esa lealtad histórica y demostrar así el papel fundamental de la pintura en la historia de la humanidad.

Pareciera que la era tecnológica en la que vivimos le ha robado protagonismo al arte de la pintura, casi como relegándola a un oficio artesanal y manufacturado de poca trascendencia. En este aspecto, la evolución que ha sufrido la fotografía y con ella el diseño gráfico y el mundo de la imagen en general  parecen estar más en consonancia con los "tiempos modernos"; y sin embargo, autores como Juan Béjar, del que les hablaré en adelante, parecen romper con esa insidiosa manía de descalificar la pintura moderna. Pero antes de hablar de Béjar, creo que es conveniente aclarar cuáles son los retos a los que se enfrentó la pintura en la época contemporánea.

A mi modo de entender el proceso histórico de la pintura, creo que la llegada de la fotografía, lejos de ser un escollo supuso una liberación de su responsabilidad documental. La pintura, así, puede permitirse el juego de la imaginación, el campo abierto de la expresión infinita, donde no se debe lealtad a la verdad histórica sino a la verdad humana. En esta liberación del peso histórico -la vanguardia da cuenta de ello- la pintura no tiene límites reales, y busca nuevas maneras de expresarse a través de técnicas novedosas, de nuevas miradas frente al objeto, de serias convicciones políticas en los artistas. No es extraño descubrir que muchas obras de arte se han felizmente politizado. Además del triunfo de la imaginación, en la obra de arte se ha conseguido romper violentamente con la relación entre el objeto y el contexto, creando realidades aboslutamente extrañas.

Juan Béjar (1946), ha sabido crear esa realidad mágica gracias a la suma de tres -yo diría tres- elementos: la infancia, un aire historicista difícil de encuadrar y una técnica clásica que se encamina hacia lo naif .

La infancia, en ese sentido, es crucial para entender su obra: niños retratados en posturas casi forzadas, con actitudes severamente rígidas, sin esbozar la más ligera sonrisa, sin mostrar el menor rasgo de carisma. Niños pertenecientes a la nobleza, de piel blanca, embutidos en crueles vestidos de terciopelos pesados y tules agobiantes. Niños hartos de su infancia, en cualquier caso.


El contexto histórico en el que se mueve la línea estética de toda la obra de Béjar es el mismo. ¿Pero cuál es? No hay manera alguna de acordar una época histórica concreta. Y sin embargo en todos fluye un mismo aire, una misma manera de ser culturalmente. De todos ellos se podría sacar una historia del vestido que sabemos que no es actual, ni romana, ni oriental. Unos vestidos que tienen mucho de barroco, pero también de circo, de inglés y de contrarreforma. Pero Juan Béjar no se queda ahí, sino que introduce elementos en cada uno de los cuadros que resultan absolutamente desconcertantes: animales exóticos como loros, ranas, serpientes, tortugas, etc...  animales domésticos como perros y gatos de delicado pelaje, y árboles frutales o plantas de rara procedencia, y cuyas hojas parecen sacadas del mismísimo Edén. Son, sin duda, elementos que por su extraña combinación recuerdan el exotismo hispanoamericano que tan bien supo desarrollar García Márquez en Del amor y otros demonios, donde la cultura europea se diluye en el mundo colorista de la sudamericana, perdiendo su identidad pero ganando estéticamente en belleza y extrañamiento. Ganando identidad, acaso. Finalmente, elementos como señales viales de conducción al fondo de ciertos retratos, rompen con la cadencia histórica general, y hacen de los cuadros un mundo actual, en cierta manera.

En cuanto a la técnica clásica de la que hablaba, me refería a un tratado minucioso, casi orfebre, del detalle. Los estampados de las paredes del fondo de los retratos, los paisajes tranquilos, los elementos rígidos que acompañan a cada protagonista, conservan la delicadeza propia de los pintores barrocos pero con la exageración poética del arte naif de un Henri Rousseau, como si todo estuviera raramente inflado de belleza y sin ocuparse en modo alguno de ocultar la plasticidad innegable de la pintura. En cada retrato hay una disposición natural de las cosas que impide considerar la obra como un momento real, como un acto instantáneo. Se sabe que es mentira, que nada de lo que está allí existe, y sin embargo se siente una curiosidad enervante por descubrir la vida que encierra esa naturaleza muerta de muñecos de porcelana.


La obra de Juan Béjar, ese constante infanticidio barroquil tiene mucho de cuento folclórico, de narración maravillosa; es decir: de amor, de locura y de muerte.

martes, 19 de octubre de 2010

Máscara 2010. Apuntes sobre un festival de teatro.

En estos días de octubre de dos mil diez nos hemos despedido oficialmente de la III Edición del Festival de Teatro Máscara, en Icod de los Vinos, al norte de la isla de Tenerife. Un encuentro de ocho días en los que hemos podido apreciar el trabajo de varias compañías insulares de teatro, cada una de ellas con su manera especial de hacer y de entender el arte escénico. De mi inseparable bloc de notas, transcribo estos apuntes sueltos.

Viernes 8.
Proyecciones, de Pedro García Cabrera.
Por la compañía de teatro Sol y Sombra.

Trabajo durísimo el de retomar en tres semanas un montaje tan intenso como éste. Estoy contento con la tarea de la dirección que acometí entusiasmado por la calidad del texto. Los actores, a pesar de sus limitaciones, han descubierto colores nuevos, paisajes nunca visitados. Están cómodos, dentro de la ilógica semántica de la pieza. Hay cambios de última hora, que han afectado al ritmo natural del montaje. Pese a todo esto, hay momentos brillantes en el curso de la obra; ciertos personajes y situaciones bien construídas. Las proyecciones de vídeo sobre películas de la primera mitad del siglo XX, y los cuadros cuarto y quinto, cuyo último es un juego entre el actor real y el virtual, han sido bien acogidos. Tengo la certeza de que Pedro García Cabrera hubiera disfrutado con nuestra versión particular. La previa conferencia de inauguración del Festival Máscara con las palabras de Rafael dignificaron la III Edición, la representación de Proyecciones, y la salud intelectual del teatro en Canarias.

Sábado 9.
La reunión de los Zanni, de la Compañía Reymala.

Arrolladora como siempre, esta propuesta de commedia italiana se metió al público en el bolsillo desde los primeros minutos del espectáculo. Su frescura y su inquieta escenografía son algunos de los ingredientes principales. Hay una dirección muy precisa, latiendo de fondo. Los actores mantienen en todo momento el ritmo furioso y la elegancia de cada tipología de los personajes de la commedia dell arte. La música, el canto, el baile, los diálogos ágiles y los monólogos se mezclan perfectamente para construir una pieza disparatada y alucinante. Su grandeza está en la capacidad de divertir mediante un  proceso de sutilísma depuración dramática.

Domingo 10.
El culo, de Sevariano García Noda.
Por la compañía Delirium Teatro.

Interesante trabajo de dramaturgia. Me interesó especialmente la capacidad creativa de Severiano para construir una pieza de corte vanguardista con una estructura tan clásica. Me agradó la modernidad temática y la capacidad para lograr enternecer con un elemento socialmente repulsivo como el trasero humano. Me pregunto si se trata de un montaje adaptado para la celebración de sus veinticinco años de existencia, ya que nombra elementos inexistentes en esa época: el móvil, el euro, etc... El trabajo de Carlos Pedrós como "Culo" es verdaderamente admirable, y llega a resultar de una espectacularidad que se me antoja circense. Selecto cuidado musical de la obra. Sorprendente buenísima acogida del público. Echo de menos este tipo de teatro en la escena canaria.

Jueves 14.
El enfermo imaginario, de Molière.
Club de lectura Sol y Sombra. Varios invitados.

Perfecta selección de Elvira Tricás para festejar a un tiempo el Festival de Teatro Máscara y la Segunda Feria de la Salud, que tuvo lugar también en Icod. "El enfermo imaginario" de Molière, es una magnífica excusa para reunir en un mismo recinto a gente de letras y de ciencias, a filólogos y médicos, a actores y especialistas de la salud. El resultado, como no podía ser de otro modo, fue fantástico. La magia de actores y actrices del mundo profesional y la simpatía de algunos médicos y enfermeras encargados de leer algunos de los papeles de la obra, hicieron las delicias de los asistentes. El club de lectura dramática continúa su imparable labor y suma un éxito más a su humilde pero intenso currículum.

Viernes 15.
Aquí no paga nadie, de Darío Fo.
Por la Compañía Teatrejo.

A pesar de su noble humildad, de sus sanas pretensiones, no me parece un gran montaje, y esto no tanto por las limitaciones propias del teatro amateur, sino por un cuestionable reparto de actores.  Celebro -eso sí- la calidad textual y la iniciativa de subir a escena obras de la magnitud intelectual y dramática de Darío Fo. Me gustó la escenografía: colorista, sencilla, justa y necesaria. Gustó más de lo que esperaba.

Sábado 16.
Clausura y fin de fiesta.
Bocaccio de risas, de la compañía Burka Teatro.

Tengo la sensación de haber impartido una conferencia de clausura que cumplió con las exigencias y los compromisos necesarios para sentar las bases de un proyecto de teatro en Icod de los Vinos con futuro y de calidad, capaz de abrir espacios para todos los sectores del teatro y nuevas vías para quienes comienzan a buscar otra manera de entender el arte escénico. Reivindiqué furiosamente el compromiso político de los profesionales del teatro.

No pude ver el montaje de Burka esa noche, aunque ya lo había visto en otra ocasión y me resultó tan agradable como cultista; lo cual es de agradecer. Recuerdo una buenísima adaptación de Bocaccio, y una estupenda asimilación de su humor a la dimensión teatral.

Domingo 17.
Esto es Troya.
Por la Escuela Juvenil de Teatro Sol y Sombra.

Me deslumbra la capacidad de ciertos alumnos para entender el arte del teatro. Me gusta la sencillez con que se han apropiado de la naturaleza del teatro, y la estupenda labor que en ese aspecto vienen realizando Antonio Fumero y Jose Luis Roger como profesores de la escuela. Por fin Sol y Sombra abre sus puertas a las nuevas generaciones, y cumple con su misión animadora y social con realidades objetivas, y sueños alcanzados.

Miércoles 20.

Hoy es mi cumpleaños. Me he dado el placer de esciribr estas notas de teatro mientras recibo el día de mi aniversario. Veintisiete años. Esta noche leeré a Valle-Inclán, tranquilamente. Algo sutil como una sonrisa se me impone en la boca, y me río idiotamente ante la pantalla del ordenador, mientras reconstruyo tantos años de sortilegios. Sí. ¿Por qué no? Soy locamente feliz de vez en cuando.

domingo, 17 de octubre de 2010

El teatro como arma social urgente en nuestros días.

(Conferencia de clausura de la III Edición del Festival de Teatro Máscara, de Icod de los Vinos. Año 2010)


Queridos amigos,


Esta noche vengo a hablarles de teatro porque me parece que es de esos pocos asuntos de los que puedo escribir más de tres páginas con la certeza de saber que no estoy contando disparates. Vengo, por tanto, para compartir con todos ustedes las maravillas que encierra un oficio tan viejo y de tan hondo calado humano como es el arte dramático. Los que vivimos de esto tenemos el honorable orgullo de ser considerados unos seres raros, excéntricos, lunáticos y extravagantes. Obreros de un arte malentendido, zaherido, elitista y siempre en crisis. Y sin embargo, con todas estas adversidades, frente a todas estas tribulaciones, los actores, directores, escenógrafos, técnicos y productores mantenemos una lealtad homérica a nuestra profesión, casi como si no supiéramos hacer otra cosa que eso. Pareciera que nuestro destino fuera vivir en el feliz abismo. Aunque es cierto que saber hacer sólo eso implica saber muchas cosas, pues la formación teatral es tan intensa como infinita, e impone un ritmo casi violento de aprendizaje. En el teatro, cuyo espíritu fundamental es la imitación de la realidad puesta en tela de juicio, es necesario aprender a entender la vida misma. Saber cómo se realizan todos los oficios y las profesiones. Conocer todas las técnicas dramáticas. Dominar con cierta profundidad materias del saber humano como la literatura, la psicología, la antropología, la historia, la música, la mecánica del cuerpo, la lingüística o la filosofía. Así, al menos, entiendo que debe ser la formación del actor, a la que yo sumaría dos asignaturas más: la imaginación y el compromiso político. Y es de éste último punto del que hablaré en adelante, si me lo permiten.

En la sociedad logocrática en la que vivimos ha triunfado de manera sorprendente una cierta dictadura del relativismo. El poder de la palabra como aparato de dominación social está a la orden del día y es el golpe de gracia para la empresa de la desinformación y la manipulación de la verdad. El teatro es una salida del laberinto de esa maraña desinformativa en la que vivimos. Cuando hablo de compromiso político en el teatro, no me estoy refiriendo a una vinculación de las compañías o grupos de teatro con determinados partidos políticos, ni siquiera con tal o cual ideología. Creo, de hecho, que ésa es la muerte más inmediata del arte escénico: el servilismo. El mayor ejemplo de esa muerte teatral la conocimos en España bajo el yugo de la dictadura fascista que durante casi cuarenta años asoló al país, y que redujo el arte escénico al sentimentalismo decimonónico de la gran tragedia lacrimógena y al grosero barroquismo de la comedia ligera. Un teatro sin duda, muerto, salvo contadas excepciones, y pensado para cumplir función ociosa, pero nunca intelectual; que buscaba el aplauso facilón y el panfletarismo descarado a favor del régimen; extraña paradoja la de utilizar un arte que lucha por las libertades humanas, para beneficio de una dictadura. Entiendo la politización del teatro como la manera de asumir un compromiso con la polis, con el pueblo. El teatro debe ser entendido como un arma social a disposición de las necesidades y los intereses reales de los espectadores a los que se dirige. No pocas veces he ido al teatro a aburrirme, a sentir que aquello que está sucediendo en la escena no tiene mayor trascendencia ni mayor importancia que la de ser un texto exótico, o un montaje muy espectacular del que nada más se puede decir. Padecer la sensación de que lo que se está viendo no pertenece a ninguna realidad objetiva, sufrir la irresponsabilidad de un teatro evasivo que no nos hace pensar ni decidir, es absolutamente imperdonable y otorga el derecho a la devolución del dinero de la entrada. Cuando el teatro se transforma en un pasatiempo social, en una cita para señoronas, se puede afirmar sin temor a equivocarse, que el teatro ha tocado fondo. Creo que la maldición más terrible que le puede acaecer al arte escénico es la de convertirse en una grosera y aburguesada reunión de ocio, donde los espectadores van para pasar la tarde noche y volverse luego a sus casas tan lindamente, como si nada hubiera pasado. Más de una vez he tenido que sufrir la impertinencia de quienes vienen a preguntarme si mi próxima obra de teatro es “de risa”, como si la única opción posible para hacer del teatro algo útil fuera la de entretener con la misma frivolidad y sensacionalismo con que lo hacen las novelas de Danielle Steel. Si alguna razón de ser tiene el arte dramático es su capacidad para subir a escena la realidad del ser humano, sus complejos y sus virtudes, sus miedos y sus vicios. No estamos –nunca hemos estado- en el tiempo de hacer un teatro que nos diga lo que queremos escuchar. Un teatro al servicio de los quince euros que pagamos como espectadores, porque según ley de mercado “el que paga manda”. La burocratización del teatro, esa insufrible manía de atender al gusto del espectador como punto de arranque de un proyecto artístico, tiene que erradicarse inmediatamente, si queremos hacer un teatro que ponga precisamente al espectador entre la espada y la pared. Creo que el mejor de los teatros es aquel que no pretende aleccionar, ni dogmatizar; aquel que en lugar de dar respuestas abre más dudas sobre la realidad del mundo para que el que asiste a la representación se vea obligado a tomar partido bajo sus propias convicciones. A mí nunca me ha interesado el teatro que intenta demostrar que el color blanco es blanco y el negro, negro. Y pienso que, además de ininteresante, ese tipo de teatro es ofensivo, porque no ofrece la posibilidad de reflexionar ni de asumir la obra bajo el criterio individual de cada uno, y porque en última instancia –permítanme decirlo- nos toma por idiotas.

Todo esto que vengo diciendo puede hacer pensar que el tipo de teatro que pretendo debe ser de una rigurosa solemnidad y de un carácter casi mesiánico, donde está prohibida la risa, lo espontáneo, acaso lo lúdico. Nada más lejos. La diversión en el teatro debe estar garantizada, y es además la base fundamental sobre la que se sustenta gran parte del arte escénico. Lo que ocurre es que la diversión no tiene por qué estar reñida con el aprendizaje. Ya en su Epístola ad Pisones Horacio hablaba del equilibrio entre la forma y el contenido del arte, de los famosos términos docere y delectare, de enseñar y entretener al mismo tiempo. Esta conjunción de principios creo que es básica para hacer del teatro un arte apetitoso. Un arte donde los ciudadanos –lamento hablar en términos tan retóricos- descubran una manera de ocupar sensatamente su tiempo, sin la ramplonería y la superficialidad que nos ofrece cierto ocio contemporáneo como es la televisión actual. Hay que saber descubrir el trasfondo social del teatro, pero divirtiéndonos. El género cómico ha sido en la historia del arte escénico el método más crítico y más controvertido de todos. Mientras la tragedia profundizaba los vicios humanos, la comedia se reía de ellos. Mientras la tragedia se desangraba en gritos de espanto y lágrimas de dolor, la comedia se divertía usando los mismos elementos desde un enfoque burlesco. Esta manera de entender las conductas humanas, desde la burla, la sátira, la denuncia descarada, es perfecta para el teatro, y es urgente en nuestra sociedad actual, donde el espectador parece pedir a gritos un descanso de sus problemas personales. La agitación de la vida actual exige también un tipo de teatro diferente, pero que no olvide la voluntad humana de aprender y de conocerse. La risa en sí misma provoca un efecto purgativo, y el mejor regalo que nos ofrece el teatro cómico es la capacidad de disfrutar y gozar de nuestros defectos. Al respecto, comenta Bruce W. Wardropper en su interesante tratado Teoría de la Comedia:



Desde Aristóteles, el homo ridens ha sido tomado con toda propiedad como objeto de indagación filosófica. En nuestro siglo, con metodologías divergentes, Henri Bergson, Sigmund Freud y Alfred Stern han llegado a conclusiones firmes acerca de por qué ríe el hombre. Combinando sus hallazgos, podemos decir que han descubierto que la risa entraña una liberación de tendencias agresivas y un reconocimiento de que el mundo en que vivimos está absurdamente tenso. Por lo tanto, al provocar la risa, el autor y los actores están manifestando la indignación del hombre ante las rigideces vitales y sociales que le recluyen en un molde o entorpecen sus actividades. La risa descarga la tensión que siente como resultado de su insatisfacción con lo que le rodea.


Creo que con estas palabras de Wardropper se demuestra perfectamente que el problema del que vengo hablando no se encuentra en el género teatral propiamente, sino en el contenido profundo que toda pieza de teatro debe tener. Y esta consistencia y coherencia del teatro es una tarea de todos: de los actores, los directores, las compañías y los productores, pero también del espectador. El espectador, que luego el sistema de mercado ha preferido llamar “cliente”, representa la causa y la consecuencia del teatro, el alfa y omega del arte escénico. En los cuatros procesos de la creación teatral, el espectador ocupa el último y definitivo lugar, después del dramaturgo, el director y el actor. De alguna manera los tres primeros son los encargados de construir la pieza de teatro en sí con su mundo simbólico y noblemente estructurado, pero el espectador es el receptor del mensaje de la obra y será quien tendrá  que descifrarlo, denunciarlo, compartirlo o rechazarlo. Es el espectador quien se posiciona ante el texto y quien completa el ciclo ritual de la teatralidad. Por eso es tan importante que la reivindicación de un teatro honesto, intenso y de calidad, sea una responsabilidad de todos. Por desgracia en Canarias no se ha logrado aún implantar una cultura de teatro que forme al espectador también como un profesional del arte dramático. Y no pocas veces he descubierto que el público de las islas da por bueno montajes de cuestionable calidad teatral y rechaza o ignora otros de perfecta hechura. Esta ausencia de público crítico propicia una posición acomodaticia para los espectadores, pero también un escollo para quienes, dentro del mundo del teatro, buscan caminos alternativos a la formalidad y el aburguesamiento de la escena. Y mientras no tengamos un público crítico e inteligente, sólo podremos hacer dos cosas: o luchar por crear e instruir ese público que necesitamos, u obcecarnos en comenzar la casa por el tejado, y obviar la necesidad del espectador en el proceso creativo. El espectador, por tanto, debe hacer uso del teatro en la dimensión de sus necesidades, o tal y como declara Augusto Boal, creador del Teatro del Oprimido, “hay que darle al pueblo los medios de la producción teatral. El teatro es un arma y le toca al pueblo servirse de ella”. Sólo de este modo lograremos crear un teatro propio, auténtico, comprometido y real, que esté a la altura de los tiempos que corren, y que sea lo suficientemente ácido para levantar una emoción, por mínima que sea, en el curioso que ha ido a verse reflejado en la escena.

En otro orden de cosas, la burocratización y cosificación del teatro como producto de mercado ha permitido que el cliente de teatro -no me refiero al cliente individual, al espectador, sino al institucional; léase ayuntamientos, empresas de ocio, organismos, cabildos, ferias, etc…- vele en la mayoría de los casos por el condicionante económico por encima del artístico, en detrimento –obviamente- de la calidad del objeto contratado. Esta obligación de abaratar el costo de los proyectos reduce al mismo tiempo la posibilidad de reflexionar sobre lo estrictamente teatral, y empobrece, en definitiva, la ya famélica situación del arte escénico en Canarias. En este aspecto también se espera cierta responsabilidad por parte de esos clientes de teatro, y cierta sensibilidad para entender las dificultades que conlleva la preparación de un montaje. La apuesta por Festivales de teatro como éste de Máscara representa a mi modo de ver una manera convencida de asumir esa responsabilidad, y creo que es de justicia reconocer la labor que en este aspecto viene realizando el Ayuntamiento de Icod de los Vinos para llevar a cabo un Festival como éste, donde hemos podido apreciar el trabajo de profesionales, de amateurs, de investigadores, de especialistas y de curiosos del teatro, que se han dado cita estos días en la ciudad. A pesar de su joven existencia, Máscara promete ser –y así lo espero- un referente del mundo del teatro en las islas, y una manera también de descentralizar la cultura y democratizarla, incentivando además una excelente promoción de la ciudad y sus ofertas de ocio y comercio. Éste, claro está, es un proyecto que necesita el compromiso de todos, la necesidad de creer ciegamente que vale la pena y que es necesario. Federico García Lorca dijo alguna vez que un “pueblo que olvida su teatro, si no está muerto está moribundo”. Hoy más que nunca el teatro tiene sentido, y se alza como una herramienta más para luchar contra los poderes de dominación, para alejarnos de la insidiosa estupidez a que nos está llevando el ritmo mundial, para ser críticos y conscientes de nuestra existencia y de nuestra sociedad. Animo, por tanto, a todos a luchar para alcanzar las orillas de ese sueño, y para que cada uno en su función y su compromiso sepa entender este proyecto como una conquista colectiva y como un reto cultural para la ciudad, aunque en la mayoría de los casos –les advierto- la lucha será larga y hasta inútil, mientras se siga haciendo un Festival de Teatro en una ciudad que no tiene un teatro, que viene a ser algo así como empezar una guerra sin munición. En el comienzo de este Festival, tuve ocasión de denunciar esta negligencia política, en nombre de todos mis compañeros de Sol y Sombra y mío propio. También en el nombre de todos los que, como nosotros, desean que los actos culturales del pueblo no dependan de los antojos de la imprevisible meteorología. Pensé que resultaría simbólico usar un paraguas para demostrar nuestra orfandad, nuestra triste condición de “sin techo”. Yo espero que pronto los ciudadanos tomemos cada uno su paraguas y salgamos a la calle a solicitar un espacio que acoja definitiva y dignamente a todos los que encuentran en el arte su manera de ser y de existir. La revolución de los paraguas, como en Portugal la de los claveles, está por llegar a Icod y servirá para reclamar lo que nos pertenece.

Mientras tanto unos y otros, tenemos que seguir luchando por acercarle a la gente el teatro. Los grupos amateurs como Sol y Sombra, tienen en ese aspecto una responsabilidad enorme en el proceso de formación de espectadores, que no siempre he visto que se llevara con éxito ni con la suficiente responsabilidad. El trabajo rural de estas compañías domésticas, su labor de iniciación al arte dramático, sus proyectos humildes y cercanos son un ingrediente fundamental para el gran festín del teatro. Crear un público de teatro es la única necesidad inmediata para resolver de una vez la tragedia del teatro en Canarias. Pero no cualquier público, sino un grupo de hombres y mujeres responsables, críticos, exigentes, cultivados y justos en sus análisis. Que asistan al teatro con la certeza de que habrán aprendido algo, y de que después del salir del teatro, algo en ellos les ha cambiado de dentro.

Yo, en mi empeño por considerar que el arte dramático es una manera fundamental de expresión humana, un escáner de las pasiones del hombre, no bajaré la guardia, aún sabiendo que no interesa, que no vende, que no gusta, acaso. Algo parecido al entusiasmo me susurra siempre a última hora que es necesario, que revela, que ilumina, que nos hace más libres y más responsables, que ayuda a entender lo que somos y que evita convertirnos en lo que no queremos ser. Y creo firmemente que si esta furiosa lucha no sirve para nada, ya sirve para algo.

Buenas noches.

viernes, 30 de julio de 2010

Canarias, de Delirium.

Por estas ínsulas extrañas es poco común encontrarnos con montajes teatrales que sepan ahondar en lo que Domingo Pérez Minik dio en llamar la condición humana del insular. A mí me parece que en Canarias, pese al esfuerzo de mucha gente no se ha consolidado una manera propia, exclusiva, identitaria de hacer teatro. Un teatro que sepa corregir el amilanamiento, la cobardía o la malagana, pero que incluya al mismo tiempo el paisaje insular, la sana voluntad, el tiempo y la esperanza, tan propias de estos fragmentos de tierra caliente en que vivimos. En ese aspecto, los catalanes tienen una forma absoluta, -indecisa también- y convencida de asumir la teatralidad. Ellos suben al teatro lo que son, y vomitan en la escena sus miserias y enaltecen con esmero su idiosincracia. Hacen teatro para saberse representados, para encontrarse allí, en el escenario. Para que al volver a su casa, el espectador se cague en la madre que los parió o se coman a besos su feliz catalanismo. En Canarias, me temo que han sido pocas las experiencias que en este aspecto se han sucedido en los teatros de las islas, lo que no quiere decir que no haya excepciones.

Este pasado miércoles, en Garachico, se dio un caso exclusivo de ésos que les vengo comentando. La compañía Delirium teatro puso en escena un texto de feliz construcción no sólo técnica sino ideológica. Su autor, Antonio Tabares, de quien confieso desconocer más obras que esta magnífica pieza, ha sabido trenzar en siete cuadros los problemas de más candente actualidad social e histórica de las islas. No es azaroso que el título de la obra sea Canarias, y que las maneras en que el dramaturgo exprime, comprime e imprime el sello de la canariedad sean tan sugerentes como emocionantes. Hay una brillantez en toda la obra, no sólo ya como texto literario sino como puesta en escena, con esa ingeniosa manera que tiene siempre Delirium para amoldarse y adaptarse a toda situación y todo espacio; ingenio que es tal vez la consecuencia directa de la famélica situación del teatro en las islas, pero también de la excelente capacidad de Severiano García Noda para hacer virtuosos los defectos, y saltar sin miedo los obstáculos. 

Tabares ha sabido construir una pieza de luminoso espíritu canario, sin ese sentimentalismo tan común de quienes intentan plasmar unas islas folclóricas y lacrimosas. Siempre con una voluntad crítica justa, con una precisión dialéctica sorprendente, mostrando una Canarias que existe al salir del teatro, que es cierta y se impone innegable en la cotidianidad de la calle. Pero lo ha hecho además con un lenguaje abstracto, con problemas que puede reconocer -¡y sufrir!- un australiano, un cubano y un catalán. Es una carpintería teatral casi de retablo, de símbolos de fácil reconocimiento. Es, sin duda, un ejercicio intelectual aboslutamente bondadoso.

El resto de culpables de este prodigio son la compañía Delirium y los actores del montaje. La compañía por afrontar un texto de dudosa acogida y por propiciar un teatro que por fin suba a las tablas lo que somos; los actores por saber entender tan bien la intención del autor, y ser médiums entre la poesía del texto y la realidad del patio de butacas.

Con propuestas como Canarias, de Antonio Tabares, se confirma -una vez más- la necesidad de practicar un teatro que se parezca por fin a lo que somos, por más que nos joda, nos inquiete, o nos aterre. No lo sentencio yo, sino el chorro de aplausos que como un alud les cayó encima este pasado miércoles a estos peligrosos profetas.  


lunes, 12 de julio de 2010

El hombre que inventó mi infancia.

Cuando yo era chiquito y vivía en casa de mis padres, el mundo era fácil y las tardes transcurrían a cuentagotas; tranquilitas. Todo era una especie de paraíso construido a la medida de mis necesidades, quizás también de mis miedos, pero dentro de un orden que yo lograba trenzar. Detrás de mí, ahora lo recuerdo, estaba la sombra gigante de mis padres para arreglar nuevamente mis constelaciones cuando ese mosaico de preguntas que yo mismo construía se me venía abajo a golpe de dudas y de miedo.

En ese tiempo de selva, yo tenía una misión predestinada; una especie de estigma que me marcaba inevitablemente; una tarea que yo cumplía sin escrúpulo: el juego. Para mí jugar era mucho más que matar el tiempo y mucho más también que un aprendizaje al uso. Era adentrarme en un territorio tan intensamente distinto y revelador, que sólo allí acababa por conocerme de verdad y extender las llamas de mi imaginación hacia extremos que de ninguna otra manera hubiera sido posible. También es cierto que en mi juego yo era el único creador. Pocas veces compartí el acto del juego con otros chicos, de modo que yo era el dios todopoderoso del país minúsculo de mis juguetes.

El caso es que mi infancia -ese periodo del que les hablo- fue como fue gracias a un hombre que la inventó y al que, por desgracia, nunca conocí: Hans Beck. Seguramente por este nombre pocos saben quién es, pero si les digo que es el creador de los Playmobil, podrán hacerse una idea del favor tan grande que nos hizo tanto a mí como a muchos de mi generación y algunas anteriores a la mía. Desde que por el año 1974 Beck creara aquellos hombrecitos de siete centímetros y medio hemos sido muchos los privilegiados que supimos aprender con ellos normas de civismo, relaciones humanas, política de los cuerpos, diferencias generacionales, respeto por las profesiones, admiración por la naturaleza y conocimiento de la historia. Hans Beck logró convertirme en el dueño de aquellas vidas que me eran regaladas de a poco en fechas navideñas o de aniversario, y que yo sumaba al conjunto de tribus que guardaba en cajas de plástico. Precisamente el segundo factor al que debo la existencia de los Playmobil es a la revolución del plástico -es decir, del petróleo- que tuvo lugar en los años setenta en los países petrolíferos.

Gracias al playmobil (en España se llamó Famobil, porque la franquicia que se encargaba de su distribución era Famosa) yo adquirí una idea limpia de las cosas. Aprendí a abstraer y simbolizar todo lo que me rodeaba. Muchos de mis primos -lo recuerdo aún- jugaban con unos muñecos tan realistas, tan evidentes, tan poco propicios a la imaginación que sólo de verlos, a mí me parecía conocer la vida de todos aquellos seres violentos. Eran juguetes sin infancia. En cambio para los playmobil sólo existía la emoción de sus vidas según el nivel de emoción con que yo afrontaba el juego. Ellos estaban a disposición de mis antojos, de mis ganas de ungirlos en la felicidad o en la desgracia. Eran una tábula rasa dispuesta a impregnarse de mi voluntad. Nada en ellos era evidente.

En esos años violetas mis manos construyeron tantos mundos que hubiera sido posible crear una isla entera. Las ciudades nacían y se fundaban nuevamente cada tarde sobre el suelo de losas viejas y frías de mi habitación. En aquellas cuatro paredes -hoy el paraíso donde mis abuelos pasan sus horas vespertinas- yo fui un dios niño que disponía de la vida de una sociedad para mí solo. Allí, aquellos ciudadanos esperaban a pie firme la hora de mi regreso, ya hiciera nieve, frío o miedo.

Hermosa sensación la de saber que uno cumplía con su deber histórico en aquel diminuto paraíso de plástico.

Edipo 1/2

El primer día de este Julio caluroso cayó en jueves, y como todo jueves de fin de mes, (ya que la cita respondía al mes de junio) fue recibido con una nueva lectura de teatro: Edipo rey, esta vez. La decidió nuestro admirado compañero Paco León, quien deseaba desde hacía ya algún tiempo traer al Club de Lectura dramática algún texto clásico. Sófocles fue el dramaturgo elegido y los invitados para la ocasión fueron Juan Carlos Tacoronte y Griselda Layño, que ya nos había visitado dos ediciones atrás. Cada uno trajo su tarea hecha y su simpatía característica, y disfrutamos de sus talentos y de su enorme experiencia.

La presencia de estos tres invitados dio lugar a una lectura hermosa y amena, con comentarios personales sobre los personajes, sobre la historia del teatro griego, sobre la puesta en escena, la función del Coro y el corifeo, etc. Una cita de lo más amena y más interesante.

A nosotros, a Sol y Sombra, nos tocó llevar a cabo las partes corales, para lo cual hicimos todo tipo de experimentos vocales, respondiendo más a nuestro interés por divertirnos que a la verdadera realización al uso de esos cantos, pues desconocíamos la forma en que se hacían en realidad. De este modo, llevamos a cabo un texto de intensa y compleja significación, cuya lectura es tan oscura como espesa, pero que sabiéndo ahondar en los símbolos que encierra, parece transformarse en un canto de hermosas alabanzas a los dioses y a los hombres.

La magia del teatro griego, al menos así me lo parece, está en ese modo tan sutil que tiene de instruir, de asumir el teatro como un deber ético, profundizando en los hechos y las acciones de los hombres, limando las asperezas de los vicios, poniendo sobre la mesa sin miedo los defectos más terribles de la raza humana. Y toda esta enseñanza, por increíble que parezca, está construida sin la bandera del dogma, sin esa asquerosa mancha de convicción que tiene siempre el discurso prescriptivo. Aquí, en este teatro auténtico, nacido al amparo de un tipo especial de democracia, se levanta la bandera de la duda como estandarte idiosincrático. No existe la respuesta; es la dubitación la que impera en el teatro, y contra la cual el espectador lucha por posicionarse ante los hechos. Ése es, me parece, el néctar más preciado del hecho teatral.

Por cuestión de tiempo no pudimos acabar con la obra,, de ahí mi Edipo 1/2. Por este motivo, en la Capilla de la Magdalena del convento de San Francisco pareció quedar flotando un aire de palabras tan antiguas como las estrellas. Allí quedó a medias un Edipo que retomaremos otro día con calma, cuando nuevamente el Oráculo de Delfos vuelva a vaticinar que en Tebas un hijo del rey nacerá y matará a sus padres y el miedo de éstos les hará desprenderse del bebé, para cumplir con los designios de los dioses. Y entenderemos, como los viejos griegos, que del destino no podemos salvarnos ni siquiera pretendiendo esquivarlo, porque esa huida está también escrita en el destino.


Esa misma noche, antes de empezar la lectura, Paco León me confesó tímidamente -como suele ser propio de él- que había ganado el premio de poesía Pedro García Cabrera del año 2009. Entonces me pareció que también estaba escrito en el destino.

P.D: Hace dos días, por cuestiones de entusiasmo literario, me he dado al placer de redescubrir la versión del Edipo que en 1967 hiciera Pier Paolo Pasolini. Una joya de película, con ese ritmo lento, sereno y caliente del genial italiano. Pocos directores saben llevar a la pantalla con tanta sabiduría como Pasolini las grandes obras de la literatura universal, como ese hermosísimo Edipo Re, con anacronismo incluido, casi como demostrando la candente actualidad del incesto y del amor filial.

lunes, 28 de junio de 2010

Réquiem sin piano para Pepe Floro.

Desde la mañana de ayer domingo a la música del universo le faltan dos manos, diez dedos, un hombre: Pepe Floro. Y todos los pianos y las guitarras y los timples y los cuatros lloran huérfanos la muerte de uno de sus más fieles amantes. Consigo, Pepe se ha llevado una manera especial de interpretar ese paraíso extraño y gramatical que es la música. Y se ha llevado un pedazo gigante de emoción que supo traducir siempre en tecla, en cuerda y en aire.

Pero se ha llevado más, mucho más: también el corazón de quienes tuvimos la suerte de compartir nuestros talentos con el suyo. Lo lloramos desde ayer guitarristas, saxofonistas, cantantes, bailarines, presentadores, magos, obreros, profesores, curas, políticos, jazzistas, folclóricos, modernos, clásicos, parranderos, borrachos profesionales, espontáneos de tenderete, familiares, amigos, compañeros y enemigos. Lloramos -estoy seguro- porque cuando se conoce a una persona así uno tiene la creencia infantil de que no puede morir nunca, de que los genios malparados como Pepe están hechos de una pasta que resiste el tiempo y el dolor, porque nos resulta injusto pensar que toda esa magia con que era capaz de crear mundos no vuelva a repetirse nunca más sobre la Tierra. Y es que había en su música un olor a poesía tan intenso como el de su inseparable wiskhy inglés.

Ahora, en esta noche seca, se me atropellan en la cabeza los recuerdos y las emociones, como luchando por construir un réquiem digno de un ser tan especial como el maestro. Una sombra oscura de tristeza recorre Icod, su pueblo y el mío, amenazando con desparramarse por calles y casas para siempre. Parece como si nadie se atreviera a fundar un tenderete sin el miedo de que la emoción sea tan fuerte que pique el vino en las bodegas y las guitarras se queden afónicas de llanto y de nostalgia. Muy grande tiene que ser el talento de un músico para que al morir se le tenga miedo al silencio que deja tras de sí. Y gigante también la persona que es capaz de sacarnos tan gorda lágrima igual a tan distinta gente. 

Cuando, en tiempos venideros, los hijos de las nuevas familias que están aún por venir escuchen hablar en el pueblo -que será entonces ciudad acementada- de un tal Pepe Floro, algo que es como un tímido orgullo nacido del cariño hacia las cosas cercanas -como un fuego de identidad- les arrebatará el corazón, y sabrán que aquí, casi en las raíces del Drago nació un hombre de feliz condición para la música, y de extrañas dotes para la eterna alegría.

La historia está a favor de los vencedores, y desde hoy a la memoria del pueblo, junto a Gutiérrez Albelo, Nuria Delgado o José Manuel Cabrera Mejía hay que añadir la de José Luis Ravelo. La de nuestro Pepe.

Desde ahora, los que aún estamos vivos somos testimonio.

sábado, 19 de junio de 2010

Una dama boba.

Anoche dos grandes sorpresas: el Paraninfo de la Universidad de La Laguna, y La dama boba, de Lope de Vega, que yo había leído ávidamente con dieciséis años, pero que nunca había visto representada. De la pirmera sorpresa debo decir que fue una mezcla de encanto y desilusión: demasiado gigante y desangelado para recinto de teatro, y demasiado frío para cita universitaria. Eso sí, el techo del Paraninfo, me resultó delicioso. De un lado, los obreros del mundo, del otro los intelectuales, hacia un norte las palomas, hacia otros cielos las águilas, y todos allá arriba mirándonos, empequeñeciendo nuestras existencias con las suyas. Algo de trascendente hay en aquel fresco, algo de extraño también, con una esquina donde se advierte la máquina y el futuro; el futurismo, por mejor decir.

La segunda sorpresa, La dama boba. Cuando alguna vez alguien ha tenido la bondad de preguntarme (preguntar es un acto bondadoso) una definición de teatro, yo he respondido que hay tantos tipos de teatro como maneras de entenderlo. Hay teatro cuya referencia son los actores del montaje, hay teatro que se convierte en éxito por sus directores, hay teatro de autor, hay teatro de escenografía, hay teatro de libreto, teatro de música, teatro de iluminación, de adaptación o versión, de producción, de maquillaje... y teatro de vestuario. Éste último, es el que representa para mí, la bobita dama de Lope que vi ayer en el Paraninfo. No significa esto que el vestuario sea lo único que vale la pena del montaje. ¡Nada más lejos! Sería tan injusto como miope decir sólo eso de la propuesta clásica de la compañía Réplika Teatro. Pero el hecho de ser Ágatha Ruiz de la Prada la encargada del vestuario y la escenografía, no es sólo un llamado comercial sino un estigma que marca de arriba abajo la obra de teatro. La marca desde la conciencia del espectador que asiste por la curiosidad de ver un clásico en manos de una modista tan particular, y porque esa particularidad de Ruiz de la Prada es evidentemente una línea estética inquebrantable.

El montaje fue, sin duda, delicioso. Los actores, embutidos en aquellos kilos de goma espuma y fluorescentes, parecían no formar parte de la raza humana. Los corazones y los círculos y las estrellas, se amontonaban -con cuidadísimo equilibrio- en los vestidos y los ropajes. Todos los diseños no hacían más que acariciar ligerametne la idea del vestuario del Siglo de Oro. Eso sí, muy soslayadamente, permitiendo crear un mundo nuevo a partir de la inspiración de los volúmenes y las formas de aquellos tiempos. La armonía de los colores en el escenario, junto a un juego de luces fantástico y sutilísimo, hacían del montaje una especie de dibujo animado, de caricatura del mejor cómic juvenil. A mí me sorprendió el talento escénico de Ágatha para respetar al mismo tiempo el protagonismo del verso en la obra, trabajo que muy probablemente se deba especialmente al cuidado de Jaroslaw Bielski por acentuar la importancia del texto, frente al espectáculo. Duro trabajo para un director teatral cuyo montaje cuenta con un vestuario que es un símbolo nacional, perfectamente reconocible y que nos impone una excentricidad ya conocida por todos, que es la de Ágatha, la de su mundo tan básico y tonto, tan estupendo.

Eso sí, por más que Bielski haya construido una linda versión de Lope, el verso del Fénix sigue sufriendo en este país la amenaza de no ser dignamente recitado. Acaso sufre de ser incomprendido, aún peor. Especialmente en los actores jóvenes, ufanados en mostrar sus cuerpos esculpidos y sus bellezas -doy fe de ello-, entusiasmados con danzar sus encantos por la escena, pero olvidados del ritmo interno de un verso que debe fluir mágicamente natural, sin interrupciones ilógicas, sin paradas en encabalgamientos abruptos. Esto es más grave cuanto que lo que está en juego es la comprensión de los clásicos en la actualidad, y por tanto su continuidad en las carteleras nacionales. Olvidar nuestros clásicos -probablemente lo mejor del teatro barroco europeo- es lanzar al olvido toda una tradición no sólo dramática, sino histórica. Lope, Calderón, Tirso, Guevara, Amescua, Castro o Bances Candamo, son el reflejo de una España intensa, y obras como Fuenteovejuna, El alcalde de Zalamea o la misma Dama boba (con su crítica descarada a los intereses matrimoniales y el arribismo) son un referente social y humano para los fundamentos de nuestra sociedad actual. Y el no verlo así, el no darle esta suma importancia, es abrir la puerta al olvido, que carcome -como ya sabemos- todo éxito humano.


No obstante la dirección era fresca, la escenografía de lo más simple (cuatro cojines que formaban un trébol ¡de cuatro hojas!), los actores se entregaban con el entusiasmo y la alegría precisa de la trama, y los espectadores reímos no pocas veces con los disparates de Lope de Vega y con su infinito ingenio y maestría. Me gustó aquel mundo onírico, inexistente, donde la realidad y la ficción no tienen frontera, y donde los corazones, tan propios de una comedia de enredo amoroso- se multiplicaban innumerables por la escena. Celebro el empeño de la compañía Réplica Teatro por demostrar que Lope es un recurso teatral inagotable y por acercarnos los clásicos con la urgencia del show emocional y visual que busca el espectador de hoy.  O como se dice por mi pueblo: entre col y col, lechuga.

Mi primera vez.

Era mi primera vez. La primera vez que, por fin, después de varios intentos por conseguirlo, me sentaba tranquilamente en un teatro a presenciar una zarzuela. Sucedió el miércoles pasado, día 16 de junio, y fue casi por casualidad. En alguno de mis paseos vespertinos hube de haberme deleitado por las calles laguneras, que recorro con cierta asiduidad, y al pasar por el Teatro Leal descubrí un cartel que decía:

La gallina ciega.
Zarzuela en dos actos en formato de cámara.

Eran las cinco de la tarde, y la obra comenzaría a las ocho y media. Apenas si tenía tiempo de avisar a todos los que seguramente estarían dispuestos a venirse. Llamé a mi amiga Jéssica Scarlett. (Se me antoja ahora que su nombre compuesto tiene algo de zarzuela, también). Aceptó venirse conmigo a la representación. Así que pasó por casa y luego nos fuimos hasta el teatro.

Curiosamente, cada teatro tiene su público, y cada público forma su propio teatro, recortado al antojo de sus gustos y sus esperanzas. Allí, en las puertas del Leal, esperaba un grupo -pequeño, todo hay que decirlo- de descarado sector burgués, con sus abrigos de piel de marta unas, sus gemelos dorados en los ojales otros y, si me apuran, sus perritos de pelaje blanquísimo y espumoso. A mí aquella estampa de un siglo diecinueve derretido me resultó tan curiosa como divertida. Al entrar, éramos tan pocos que nos dieron asiento en el patio de butacas a todos, a pesar de haber reservado para el segundo palco. Como siempre se cerraron las puertas, se apagaron los teléfonos móviles, las luces comenzaron a difuminarse, y el teatro quedó a oscuras en un ínterin.

La pieza nos resultó una golosina, una exquisitez, una cajita de música preciosísima de la que saltaba como en una fuentecilla un chorro incesante de alegría, y en la que los personajes parecían marionetas movidas por hilos invisibles. Hilos conducidos, eso sí, por una excelente dirección escénica, pero también musical. Los actores cantantes, -o los cantantes actores, no sé- supieron construir una trama ligera y divertida. Y los músicos (Ensamble de Madrid) dibujaron perfectamente el espíritu alegre de la pieza. Mientras observábamos absortos aquel espectáculo, que nos maravillaba acaso por su sencillez y su frescura, yo admiré en la zarzuela la capacidad de crear en colectivo un espectáculo total. Siempre me ha sorprendido esa propiedad del teatro que consiste en conformar un producto único formado por infinitos trabajos individuales; es decir, que el prodigio del teatro es su colectividad, su sentido tribal, donde cada uno debe cumplir con su propia tarea para acercarse a un mensaje global. ¡De qué laborioso modo el autor del libreto -M. Ramos Carrión- y el compositor musical -M. F. Caballero- supieron fundar sus talentos para crear una zarzuela tan simple pero cerrada, tan bien construida!

Por un momento tuve la sensación de tener un gesto de lo más idiota, con la boca abierta por la delectación de aquel espectáculo que supo imitar en todo momento el efecto del cine mudo, a través de juegos de luces y maquillajes y vestuario de cierta misma línea cromática, que rondaba los grises, los marrones, los dorados y los negros. Una escenografía de lo más sencilla y unas voces excelentes. Aunque (esta es una confesión inter nos) me parece que los cantantes de zarzuela -lo digo porque hago una colección de varios volúmenes y empiezo a ver más espectáculos de este género- cojean bastante del lado de la interpretación textual. Hecho perfectamente comprensible en una profesión para la que cada uno de los dos aspectos de la misma (teatro y música) cuesta una vida entera aprenderlos.

La zarzuela, prima hermana de la ópera, cuya diferencia de aquella es que aquí hay partes dialogadas, es un arte español cuyo nombre se le debe a una zona del Pardo donde había muchas zarzas y en el que Felipe IV quiso hacer sus fiestas con música. Desde entonces el teatro cantado, o la canción dramatizada, vienen siendo en España un género muy preciado desde las óperas de Calderón de la Barca, hasta estas composiciones alegres como la que vino al Teatro Leal con la Ópera Cómica de Madrid el pasado miércoles. Es, eso sí, un arte que interesa más por su exotismo, que por su profundidad y trascendencia. Un arte hecho para una burguesía que no conoce el hambre, la pena ni la rabia. Un arte muerto.

viernes, 28 de mayo de 2010

Jueves de pic-nic.

Ya lo saben: ayer día 27 fue el último jueves de mayo, y como cada último jueves tuvimos la ocasión de asisitir a una nueva lectura de teatro. Una vez más con invitados de excepción: Manolo García, director de teatro, actor y tantas otras dignas cosas que amenzan con volver al desuso, y miembros de la compañía que éste dirige mayoritariamente:Teatrejo, del municipio norteño de Los Realejos.
Manolo fue el encargado de elegir el texto dramático: Pic-nic, de Fernando Arrabal. Una obra de vanguardia, continuadora de la senda del absurdo iniciada en Europa con Samuel Beckett y Eugène Ionesco, y cuya temática pretende ser una reflexión de la inutilidad de la guerra, y de sus crueles circunstancias. Vistas, eso sí, desde una postura crítica, pero hilarante; buscando, acaso, el humor en el espectador, pero hiriendo profudnamente la consciencia colectiva y la memoria histórica de una Europa zaherida por dos guerras mundiales, y varios millones de muertos.

La contextualización del autor y su obra estuvo a cargo de Manolo García, quien relató fabulosamente la vida de Fernando Arrabal, con todas sus peculiaridades, anécdotas y principios estéticos. Luego, metidos ya de lleno en el texto en sí, ádviritó del carácter surrealista de Pic-Nic. Surrealismo que no alcanzo a vislumbrar aún hoy, pareciéndome más acertada la concepción absurda de la pieza. Manolo, no obstante, justificó su argumentación con varios aspectos que le parecieron propios de la corriente bretoniana: el uso del humor, el collage como composición dramática y el desarrollo de unas situaciones que sólo son posibles fuera de la realidad material y lógica.

Para la lectura, Manolo arrastró consigo a cuatro actores miembros de la compañía Teatrejo: Sergio Luis Martín (El señor Tepán), Miriam García Bencomo (La señora Tepán), Luis Martín González (Zapo) y Marcos Hernández González (Zepo). Entre ellos, para nuestra sorpresa, habían preparado no sólo la lectura dramática, sino toda una escueta y coreográfica puesta en escena, con atriles, música enlatada y bailes ensayados; material que ya habían usado en la puesta en escena del mismo texto dramático en el año 2003. En aquella ocasión aprovecharon las circunstancias sociales del momento para hacer una lectura actualizada del texto, incluyendo los acontecimientos históricos con los que nació el siglo XXI: la guerra de Irak, la lucha del petróleo, la tragedia del residuo de chapapote en las costas gallegas, etc...

Fue -como siempre, como tenía que ser, como ha venido siendo hasta ahora- un magnífico encuentro con la palabra, con el compromiso, con la cultura y con ese deber que tenemos todos los que hacemos del teatro nuestro oficio (sin beneficio, las más de las veces), ese deber como digo de conocernos, de saber qué andan haciendo los demás en el resto de la isla, de descubrir que hay infinitas personas que como Manolo, Sergio, Miriam, Luis y Marcos siguen practicando el bondadoso ejercicio del teatro.

A todos ellos, muchas gracias.

sábado, 22 de mayo de 2010

Un teatro muy chico.

Este jueves pasado estuve en la isla de La Palma con la compañía Teatro Negra de Óscar Bacallado. Con él y con Lioba Herrera tuve el placer de conocer uno de los escenarios más hermosos y singulares del archipiélago; un teatro del que me habían hablado tantas veces y con tanto entusiasmo que nunca pensé que podría subirme sobre sus tablas: el Teatro Chico.

Su construcción me recordó desde el pirncipio a una casita de muñecas, y en cuestión de segundos mi imaginación voló y así me representé sobre el escenario vacío la genial pieza de Ibsen. Yo, que por alguna extraña razón soy bastante afín a los oráculos y el destino, me arrodillé para besar el suelo del escenario: una moqueta negra de lo más simple, todo sea dicho, pero que para mí garantizaba el bautizo de mi profesión en aquel recinto sagrado, y auguraba nuevas y próximas visitas a aquel teatro. Lioba Herrera hizo lo mismo, quizá entusiasmada con mi admiración por cuanto sucedía y observaba allí dentro. Los balcones de las tres plantas se estrechaban formando una herradura minúscula, y los asientos se repartían casi agobiados, empujándose por tener su digno espacio de reposaculos en el festín. El escenario era corto y hondo, o sea: largo y estrecho, y la acústica de una calidad excelente. Visité las tres plantas, recorrí el escenario, husmeé los camerinos, todo con tal de hacerme una idea general del edificio.

El marco en el que se encuentra el Teatro Chico, en medio de esa ciudad magnífica que es Santa Cruz de La Palma, es su sengundo encanto. La ciudad a aquella hora de la tarde -serían las 18h cuando llegamos del aeropuerto- tomaba un aire tranquilo de isla olvidada. Sabíamos que allí nada iba a acontecer más allá de la caída del sol y la llegada de la noche. Sólo nuestra función, en medio de la calma de la ciudad estrecha. La obra que llevamos, está pensada para reunir en la platea a padres y a hijos, para entablar luego con ellos un debate humano, sincero, amable. Hasta el teatro se acercaron unas cincuenta personas, entre políticos, técnicos y acomodadores, y público general. Asesino del Amor, es la pieza que Óscar ha escrito para jóvenes adolescentes de dieciséis años y sus padres.

No pueden hacerse una idea del silencio y el respeto con el que aquel minúsculo grupo de público se entregaba a la emoción que les brindaban nuestros diálogos y nuestras historias como personajes. Arriba, en el escenario, las lágrimas nuestras casi resultaron ser verdaderas, aunque ya saben cómo son estas cosas del teatro: mentira. La única verdad que había allí arriba era la necesidad de emocionar, de traducir los símbolos de aquel conflicto que representábamos. Y lo conseguimos, oiga. El público se levantó entusiasmado, y rompió el silencio del final con un aplauso estrepitoso que hasta nos avergonzó por un momento, de tan violento y emocionado como era.

Se había cumplido el ritual. El escenario ya empezaba a echarnos de allí, los telones querían correr rápidos por los rieles y cerrar la función. El público desalojaba el patio de butacas y parecía que el Teatro Chico se sumía en un sueño profundo y feliz, preparándose para darle luces y ambiente al espectáculo del día siguiente. Nuestra función había terminado, y el mundo seguía su curso y en cuestión de horas otros artistas subirían allí otra vez para tomar el relevo ante un público que espera cada día una lágrima, una sonrisa, una esperanza.

viernes, 30 de abril de 2010

La noche que García Lorca estuvo en Icod.



Es cierto. Anoche Federico estuvo en mi pueblo. Vino porque de alguna manera lo invocamos. Fue una especie de ouija literaria que atrajo su fantasma y su memoria, y todos sentimos la presencia de aquel hombre gigante y alegre entre nosotros.

Como cada último jueves de mes, anoche tuvimos la ocasión de volver a deleitarnos con una nueva lectura de teatro. La casa de Bernarda Alba fue el texto elegido para esta ocasión, y la experiencia de este encuentro ginecocrático suma un éxito más a la lista de satisfacciones que venimos recolectando desde unos meses acá en el Club de lectura dramática del grupo de teatro Sol y Sombra.

Las acertadas e ilustrativas ponencias de Esther Terrón (Profesora de la Escuela de Actores de Canarias) y de José Ramón Sampayo (Profesor del I.E.S. Tegueste) sirvieron de chupinazo para un acto que no hacía más que comenzar, y fueron esclarecedoras para entender la vida y la obra de uno de los hombres más importantes de la historia de la literatura española, europea y mundial del siglo XX. Esther y José Ramón supieron acercarnos a las circunstancias vitales del poeta, pero también a su maduración técnica, a su proceso creativo, a su despliege imaginario y a su infinita y jubilosa sensibilidad. Ambos profesores supieron adjudicarle exactamente el valor histórico, literario, semiótico y humano de la obra que estaba por llegar y que se escondía en las voces de las actrices allí presentes.

Unas invitadas y otras miembros de Sol y Sombra, la actrices que anoche pusieron voces a la casa de las Alba, nos regalaron la alegría y la desgracia que el poeta supo aunar siempre en sus dramas. Carmen Cabeza le puso voz a una Poncia sumisa y animal. Nos regaló a quienes la escuchábamos el placer de entender un personaje intenso, maldito acaso. Irene Álvarez quiso -for sentimental reasons- interpretar a Adela, la hija rebelde, la soñadora, la fiel reproducción del pensamiento lorquiano. Lioba Herrera jugó a ser Amelia, con aquella actitud sumisa y obediente, con aquel peso de tradición ancestral sobre los hombros. Griselda Laíño, en el papel de Magdalena, puso el acento tragicómico de una hija tierna y obediente. Secretamente pícara. Las cuatro invitadas vienen del teatro y huelen a teatro. Cuatro invitadas de lujo que quisieron acompañarnos en el ritual literario de anoche, imprimiendo en sus personajes todo su talento y su experiencia.

El resto de personajes fue tarea nuestra, del grupo. Elvira Tricás, como no podía ser menos, hizo de Bernarda Alba, con su voz impetuosa, con su manera sencilla y clara. Se dejó llevar por el torrente de tragedia que acuña la obra y supo ayudarnos a ver la grandeza de Lorca. A Palmira Díaz, por algún extraño prodigio, se le fue llenando el cabello de flores a medida que leía el papel de María Josefa, la abuela de la casa, la loca. Nos sorpendió su ternura, su delicadeza, su feminidad poética. Isabel Albuger supo darle a Angustias la amargura de la hija mayor, con su esquelético espíritu, con su flaca esperanza. Teresa Rosquete hizo de Martirio, de hija sumisa pero soñadora, de mujer envenenada por el miedo y la tristeza, con ese huequito mínimo de luz que le dio Lorca para cobrar sentido. Mar Gutiérrez visitó la casa de Bernarda como Prudencia, la vecina anquilosada en las costumbres ancestrales del pueblo. Mari Carmen Ravelo leyó a la imponente Mujer primera, y Cecilia Tricás supo defender a la Criada con uñas y dientes, y luego el resto de oyentes dieron voces a las otras tantas mujeres de la obra.

Los símbolos, la cultura española, el aire de desgracia, la sombra del silencio, la ternura lorquiana, la alegría andaluza, el miedo, la muerte, la ausencia omnipresente de los hombres, los pozos y no los ríos, el olor a sexo, las blancas paredes, los volantes y los ajuares llenos de polvo, los anillos dormidos, las almohadas húmedas de lágrimas y de deseo y el castigo de ser mujer. Todo esto aconteció anoche en Icod con Federico, con Esther, con José Ramón, con Carmen, con Lioba, con Irene, con Grisleda, con Elvira, con Mar, con Palmira, con Mari Carmen, con Isabel, con Teresa, con Cecilia y con todos los amigos y compañeros que quisieron acercarse hasta el magnífico ex-convento de san Francisco. A todos ellos le debemos el placer de mantener candente la cultura, de no regalar a la historia nuestro olvido, de luchar por ser hombres sensibles y bellos.

Y a ti, Federico, te debemos -todas las mujeres y todos los hombres de la tierra- tu grandiosa capacidad de hacer eterna la poesía. Gracias por llegarnos anoche tan intensamente; por herirnos de hermosura.

viernes, 26 de marzo de 2010

Tic-tac, tic-tac, tic-tac...

Ayer jueves -"Jueves será, como hoy jueves que proso estos versos..." decía mi extraño Vallejo- tuvo lugar una de las ya contínuas lecturas que Sol y Sombra viene organizando desde unos meses acá. Para aquellos que no lo sepan, el Club de lectura Sol y Sombra es un encuentro con personalidades del mundo del teatro canario que desinteresadamente se acercan hasta nuestra ciudad del Drago para ofrecernos su modo de entender el hecho dramático, su experiencia sobre la escena y sus nuevos proyectos de futuro.

Por nuestro club han pasado actores, directores, filólogos, políticos, poetas y -cómo no- amigos, familiares y vecinos que han querido formar parte del prodigio de la palabra hecha carne (que es el teatro, según palabras lorquianas): desde Nacho Almenar (Burka Teatro), pasando por Óscar Bacallado (Teatro Negra), Antonio Fumero (Troys Teatro), Antonio Conejo (Teatrofia) hasta Marta Gómez (filóloga inglesa) y Teresa Tricás, quien musicó para la lectura de entonces los versos de El Caballero de Olmedo: "Que de noche lo mataron / al caballero. / La gala de Medina. / La Flor de Olmedo".

Los autores y libretos que han pasado por nuestras manos han sido tan variados como esenciales en la historia del teatro español y universal. Todos ellos, hasta ahora, seleccionados por nuestra querida organizadora del Club, Elvira Tricás, a quien desde aquí le agradezco el esfuerzo y el cariño con que afronta cada encuentro. Miguel Mihura, Lope de Vega, Eugène Ionesco, Pedro García Cabrera, José Zorrilla y tantos otros autores han sido por ahora los verdaderos protagonistas de las veladas, y a través de los cuales podemos interpretar el mundo, las épocas y el hombre.

Ayer jueves, como decía al principio, tuvo lugar otro nuevo encuentro con otra nueva pieza de teatro: Tic-Tac, de Claudio de la Torre. Una obra de vanguardia escrita en 1925, y estrenada cinco años más tarde. La importancia de la obra radica en su altísima estética, su carácter onírico -lo que la ha llevado en infinitas ocasiones a considerarla como ejemplar del surrealismo- y su modernidad innegable. A pesar de haber sido representada en Canarias allá por los años treinta del siglo pasado, es en 2003 cuando la compañía de teatro Delirium, afronta el reto de subirla a escena en una producción inusual en las islas, con una declarada estética expresionsita, con un reparto excelente de actores y con una rigurosa dirección escénica y artística.

De ahí la importancia de la lectura de ayer, porque Soraya González y Severiano García, miembros fundadores de Delirium teatro -actriz la una y director el otro- aceptaron la invitación que dese el club se les hiciera en su momento para poder compartir sus experiencias, su buen hacer y su criterio sobre el libreto, el autor y el montaje del año 2003. Junto a estos dos puntales del teatro canario, el poeta Francisco León fue el encargado de hacer un balance histórico y estético de las vanguardias, indagando en los orígenes oscuros de la misma, marcando como puntos de partida el mesmerismo y el freudismo, y presuponiendo el carácter no surrealista de la pieza que íbamos a leer, según tesis y criterios de autores especialistas en el tema.

Fue, se los garantizo, un hermoso encuentro teatral, literario, artístico y cultural. El resto de compañeros de Sol y Sombra (a excepción de Mar Gutiérrez, a quien le fue imposible asistir) y otros amigos de la compañía como Enrique Piñana y Cecilia Tricás (asiduos colaboradores) nos repartimos los personajes con el entusiasmo de entregarnos nuevamente a ese mundo mágico de lo imposible-real que es, a fin de cuentas, el teatro.

No puedo olvidar la implicación y la predisposición que ha mostrado desde un principio el Ayuntamiento de Icod de los Vinos con este club de poetas muertos. Ahora sólo falta que la gente deje a un lado el miedo de la palabra "lectura" y se deje llevar por el placer de escuchar a viva voz las historias fantásticas, terribles, trágicas y hermosas que la historia del teatro mundial nos ha regalado como testigos de hombres libres, responsables y tiernos.

P.D.: A todos los que no asistieron anoche a la cita exacta, les compadezco. Amén.

Notas de viaje. Parte I: La Gomera.

Los canarios, por más que lo que ahora les cuento resulte de un chovinismo insidioso, seremos siempre turistas de nuestro propio paisaje. Estamos condenados a maravillarnos constantemente con el abanico informe, ecléctico, colorista y surrealista que nos ofrece nuestra geografía. Somos eternos espectadores del prodigio cambiante y antojoso de la Naturaleza. No hace falta salir de una misma isla para descubrir infinitos accidentes geográficos que invitan a la contemplación, a la introspección y -créanme- a la lujuria más descabellada. Aquí, en Canarias, se cumple el designio de aquella cita que le escuché una vez a mi amigo Adrián Díaz, y que él a su vez había leído en una vieja enciclopedia esotérica de la biblioteca paterna: <>. Hoy tengo el gusto de narrarles las fugaces peripecias que me han venido aconteciendo en los viajes que, por asuntos de teatro, he realizado a la isla colombina, la isla bonita, la maxorata y la Gran Canaria. Viajes a lo largo de tres semanas en los que he confirmado el carácter sorprendente de nuestra geografía. Además del encanto de las islas, me acompañaron durante todo el viaje Miguel Tomé –un psicólogo comprometido con la educación y la lucha contra la drogodependencia- y dos actrices: Lioba Herrera e Irene Álvarez, con quienes compartí escenarios y públicos tan dispares como intensos. De alguna manera ellas dos también son ínsulas gigantes.




La Gomera fue el primer destino de esta gira autonómica. La isla nos sorprendió con su eterna calma exótica, con su calor verde. Desde el barco logré divisar ese monumento histórico que siempre parece saludar al visitante a la llegada al muelle: la torre del Conde. Y luego, la capital abierta y serpenteante hacia los barrancos, entumecida y apretada, tranquila y amable. Ya en el interior, las iglesias antiguas como fósiles, el olor a pólvora castellana, un aire de ancestralidad intacto y honrado como emblema sentimental. La actuación en la Gomera está acuñada en mi memoria como ejemplo de teatro humano. Casi no pudimos acabar la obra, de tanto como los jóvenes espectadores gritaban y expresaban abiertamente su opinión sobre la misma. A poco que nuestros personajes mostraban la más mínima duda o el gesto de más insignificante violencia, la manada de muchachitos se encargaba de denunciar las acciones. Se los juro. Era teatro en estado puro, teatro de corral de comedia español con cazuela incluida. Era tan espantoso como agradable verse envuelto en aquel torrente de pasiones que desataba la obra y que si bien era señal de buen ánimo, era también la causa de no poder proseguir con el ritmo marcado desde el trabajo de dirección. No olvido aún la cara de Lioba Herrera, mirándome fijamente mientras ambos esperábamos a que llegara el hermoso silencio que necesitábamos para seguir narrando la historia, y presintiendo al mismo tiempo que en cuestión de minutos aquella masa social volvería a proferir el grito libre de sus emociones.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Alicia, una novela de maravilla.

Es la una y cuarto del mediodía de este jueves de aguacero vallejiano, y por increíble que parezca aún estoy postrado en mi cama. No es apoltronamiento gratuito, no; ni siquiera se trata de ese desánimo tan común que descubro en muchos rostros a veces. La culpable de este retraso en el orden de las cosas del día ha sido -era de esperar- una novela: Alice's adventures in Wonderland.
La empecé esta mañana después de que una amiga mía la arrancara de los volúmenes de su interesante biblioteca este fin de semana para ofrecérmela sin cortapisa alguna. Traigo entre manos la confección de una pieza teatral inspirada en esta novela de Caroll y necesitaba lógicamente conocer el original del que quiero partir. Yo no había leído este obra nunca, a pesar de que su contenido lo conozca más o menos tergiversado a través de la versión que Disney hizo en 1951. Pude haber leido la historia en alguna edición de literatura infantil de ésas que acortan inútilmente el argumento, y que inundan de ilustraciones feísimas el texto, pero ya no lo recuerdo. ("¿Para qué sirve un libro sin ilustraciones ni diálogos?", se pregunta Alicia en la novela) También hace tres semanas estuve en el musical que Clapso Producciones (compañía de Gran Canaria) trajo al Auditorio del Sauzal y que estaba inspirado precisamente en la novela. No estuvo nada mal, aunque me sigue pareciendo que la música tenía que ser original. Cuestión de gustos.
Por todo esto -y tal vez por mi impertinente curiosidad insaciable- yo tenía nociones muy vagas de Alicia, de la oruga azul, del Lirón, del sombrerero, del perro gigante, del conejo ansioso, de la Reina caprichosa, del cortejo de naipes, de la duquesa fea y picante, de las rosas blancas pintadas de rojo (esto último lo creía una invención de Disney), del gato sonriente y hasta de la presunta "fijación" de Lewis Carroll por las niñas, todo sea dicho. Y debo confesar que la novela me ha resultado sorprendentemente inteligente, como debe ser todo texto literario infantil y juvenil: con referencias históricas, con infinitos juegos de palabras, con adinivinanzas, con lo fabuloso del mundo animal, con la rebeldía de los niños, con la moraleja del error, con la alegría de la buena y sana y pura literatura.
El caso es que no sólo me ha gustado sino que me ha ayudado a perfilar las difusas ideas que tenía sobre el texto dramático que preparo. Por lo general cuando se trabaja sobre un texto ya establecido o a partir de él, sólo tienes que hacer una selección de los puntos que resulten interesantes para la acción, los personajes o su psicología. Sólo hay que subrayar en el original las frases necesarias para recordarlas luego durante su reformulación. A mí se me ocurrió un título para la obra: Un país llamado Alicia. Y creo que viene muy al caso de lo que quiero contar en la obra: tres hermanas -mantengo la deslealtad al original en este caso, puesto que Alicia tiene una sola hermana) se reúnen después de muchos años para visitar a la menor de ellas, que está ingresada en el hospital. Alicia es esa menor aunque ronda los cuarenta años. Está enferma. Sufre esquizofrenia. De este modo, a medida que avance el tempus de la obra, la mujer enferma irá descubriendo el mundo que le presenta su trastrono mental crónico y la consecuente alteración de la realidad. Los días se suceden en un mundo de imágenes grotescas, de personajes irreales, de conversaciones imposibles y fantasiosas. Las hermanas descubren, según los diagnósticos clínicos, que se trata de la consecuencia del consumo de drogas durante más de una treintena de años. Nadie da crédito a la noticia.
Bueno, esto es un primer borrador que podría ir modificándose si usted, querido lector, lo tiene a bien y le parece insuficiente mi tesis. Le invito a que me ayude a volar, como le invito también a que lea la novelita de Charles L. Dodgson, o por mejor decir, Lewis Carroll.
Se me antoja que Alicia en el país de las maravillas es una lectura perfecta para una noche íntima de deliciosa marihuana.

sábado, 23 de enero de 2010

La novela como juego, la literatura como poder.

Sigo temblando todavía. Sigo perplejo con el prodigio de la literatura. Mis ojos acaban de cerrar las páginas de una novela que acaso cayó en mis manos por descuido. Sé que alguien me la recomendó y así se enterró en los volúmenes de mi biblioteca. Yo la tenía olvidada. Creo que la empecé alguna vez pero, como de costumbre, mi desinterés por ella o mi falta de tiempo renunciaron a cumplir con el ciclo del libro. A decir verdad, nunca he sido un gran apologeta de ningún libro en particular. No he creído nunca en “el gran libro”. Aunque me veo obligado a reconocer el interés y el temblor que me causaron novelas como Don Quijote, Cien años de soledad, Madame Bovary o Las uvas de la ira. Pero considero que cada lectura es imprescindible en mi formación y aún en la evolución de la literatura en general. Plinio el joven dijo una vez. “No hay libro tan malo que no sirva para algo”.
No obstante, estas casi setecientas páginas que acabo de devorar justo ahora las incluiré en mi lista de referentes a los que acudo siempre que me dispongo a escribir, y estoy absolutamente convencido de que serán promotoras y condicionantes de cuanto escriba en el futuro. No; no estoy exagerando. No es azaroso que la novela de Jeffrey Eugenides, intitulada Middlesex, haya recibido el galardón Pulitzer, como lo fue también la de Steinbeck que nombro arriba.
Absolutamente poética, fabulosa, cíclica y concisa, la novela narra la historia de una familia de griegos instalada al norte de los Estados Unidos, concretamente en Detroit. Un repaso por tres generaciones a lo largo de unos ochenta años, desde el desembarco de los primeros progenitores desde Esmirna, hasta la pérdida de sus ancestrales costumbres, desvirtuadas en los hijos. Todo esto aderezado con una tragedia principal: la del hermafroditismo. Es Calíope Stephanides quien nos narra en primera persona la historia de su familia y de su desgracia. Una Calíope conjeturada, apretada en normas sociales, reflexiva con cuanto le rodea como consecuencia de esa ambigüedad sexual. Esta identidad dualista le permite –y nos permite- hacer un balance completo de los hechos, a través de la sensibilidad femenina y la agudeza masculina.
Middlesex está llena de amor, de odio, de vergüenza, de cansancio, de lucha, de entrega, de comprensión, de unión, de mentiras y de esperanza. Es un cúmulo de sentimientos narrados con un dominio magistral del tiempo y la estructura, donde el autor nos lleva a paso firme e informe por donde quiere.
Es también tan antigua como un buen clásico, como un Homero moderno. A medida que sucede la novela las comparaciones con la mitología de esa Grecia progenitora no son sólo abundantes sino perfectas, adecuadas. Como también lo son las críticas del sistema moderno americano, de su revolución armamentística, de la imposición de su prestigio en el mundo. Todo esto hace de Middlesex una Ilíada actual, con el fondo de fábula que tiene toda buena obra.
Sólo esto se me ocurre por ahora. Si tengo algo más que contar, ya lo iré escribiendo. Aún sigo temblando. Creo que me he convertido también en un hermafrodita de la literatura con esta novela: mitad escritor ilusionado, mitad lector voraz.

domingo, 17 de enero de 2010

Los Zanni o el arte de hacer comedias.

Muchas veces me pregunto qué anda buscando la gente cuando tras comprar una entrada en un teatro se sienta en el patio de butacas, apaga su móvil, cruza la pierna derecha sobre la izquierda y mantiene silencio con la mirada absorta en la escena. Me planteo qué espera el público de un teatro, de una compañía, de un actor, de un dramaturgo... Los que me conocen bien saben que cuando asisto al teatro, por lo general acabo saliendo malhumorado, decepcionado, resentido y hasta ofendido como espectador, a juzgar por las insensateces que en la mayoría de los casos suelo observar sobre la escena. No me ocurre siempre, todo hay que decirlo. Y más de una vez he salido de allí en una especie de levitación mística que parece hacerme flotar por encima del tumulto y la euforia del resto de espectadores. En ese momento es cuando uno se complace de volver a creer en la buena salud del teatro hecho en Canarias y anoche en el Teatro Leal (La Laguna) volvió a sacudirme este misticismo del que les hablo.
Yo cuando voy al teatro busco verdad. Verdad en su más amplio y artístico sentido de la palabra; verdad como única posibilidad material de realización dramática. Lo decía Jorge Eines: "Lo teatral es real, y lo real no existe". En esa verdad centro el interés de mi función como espectador, y les garantizo que esa verdad estuvo presente constantemente en el montaje que la compañía de teatro Reymala subió a escena a las nueve y cuarto de la nochede ayer y que lleva por título "La reunión de los Zanni". Allí se confabularon la belleza, el humor, el ingenio, la técnica, el talento, la imaginación, la energía y el buen gusto. Y como ven no es poca cosa.
Como estoy seguro de que este montaje dará que hablar, y por respeto a su confidencialidad espectacular me ahorro el argumento de la obra, que si bien es interesante no es, a fin de cuentas, el elemento crucial de la pieza sino un excelente medio (procedimiento tan propio de la commedia dell'arte italiana) a través del cual cada uno de los personajes va perfilando su manera de existir y de pensar. Cinco actores fueron los encargados de este prodigio; cada uno con su manera peculiar de hacer, con su arte masticado y depurado, con su humor característico y sus infinitas posibilidades expresivas:
Miguel Ángel Batista subió a la escena todo el furor de un buen arlequino. Inquieto, preciso, riguroso, con movimientos mecanizados y símbolos fácilmente indentificables. Su cuerpo hablaba tanto como su palabra, pero ésta era también intensa y divertida, estudiada y perfilada para llenar de venas y lágrimas la belleza de su personaje. Definitivamente Batista tiene la virtud de divertirse descaradamente mientras trabaja y eso llega como un chorro de alegría sobre el patio de butacas. En cada uno de sus gags cómicos se vislumbra una sombra de confetti.
Lorena Matute me sorprendió por su capacidad de entender el humor, de comprender sus personajes, de asimilar la estructura de la obra. Es ágil y noble, y creo que sabe sacar partido a todas sus capacidades expresivas. Lorena fue uno de los grandes descubrimientos de la noche, junto con la observación del teatro Leal en sí, que no conocía. (Una joya de edificio, por cierto).
Lioba Herrera, mi Lioba, estaba donde yo la esperaba y aún más allá de mis espectativas. En Lioba admiraré siempre su violencia femenina, su hembrismo escénico. Es luminosa y creativa, y nunca deja de formar parte de la tribu sobre la escena. Se entrega y participa del ritual dramático con un furor que yo llamaría animal y que se respira abajo, en la intimidad de cada espectador. La criada que interpretó anoche sigue todavía rondando en mi cabeza, difuminada con otros personajes que yo llevo en la memoria como la Zapatera prodigiosa, con aquel desparpajo tan lorquiano. Lioba Herrera está castigada a llevar para siempre el estigma de lo pasional sobre las tablas.
Daniel Tapia aportó, a mi juicio, una preciosa idea de dinamismo que fue tiñiendo constantemente la pieza. Me gustó su machismo, su belleza masculina. Me pareció necesaria dentro de tanto festín. También Daniel juega cuando y como quiere con sus posibilidades expresivas. Es un prestidigitador de su propio cuerpo. Una voz hermosa y una voluntad clara son dos más de las tantas cualidades de estos hombres-máquina. Máquinas sensibles, claro.
¿Y qué decir de José Carlos Campos? A mí me parece que su interpretación hace historia, que ahí es nada. Campos es el actor ideal, el actor formado, formulado y reformado que todo buen director desea para su compañía. Joven y hermoso (¡sí, Jose, es así, lo siento!), su belleza es tan escénica que parece de mentira. Su cuerpo está tallado a golpe de trabajo, estilizado a base de barras y de arabescos. Tiene una capacidad deslumbrante para entender los personajes, para asimiliarlos y darles la palabra que cada uno de ellos necesita. Es cursi cuando quiere, y profundo también si lo desea. Jose Carlos es intenso y natural, como una enredadera fuerte que se agiganta a medida que pasa el tiempo, porque estaba en el destino de la historia que así fuera. Ya se lo dije un día no sin cierta pretensión: "Con veinte actores como tú se puede cambiar el rumbo del teatro".
Así son estos cinco farsantes: extraños, lúdicos, críticos, inquietos, joviales y de alguna manera inolvidables. Mucho de ingenioso, supongo, debió haber en el trabajo de dirección que Adriano Iurissevich propuso a la compañía. Sin duda reinaba en todo el montaje una claridad escénica, una lucidez artística que olía constantemente a una buena dirección. El público respondió con la misma energía que recibió mientras observaba la obra. Fue un juego de espejos.
Y así casi como un secreto, la compañía de teatro Reymala ha comenzado a marcar un rumbo fuerte y decidido en el teatro de las islas y dejándonos espectantes ante la posiblidad de un nuevo proyecto. Yo aplaudo con entusiasmo y admiración el buen trabajo de estos artistas y la dignidad con que han afrontado un trabajo tan serio como el de la commedia italiana. Espero poder disfrutar infinitamente de sus trabajos y salir flotando nuevamente del teatro, con un intenso sabor a gloria en la garganta.