lunes, 28 de febrero de 2011

Retrato público. Fran, I.

Uno suele darse al placer de escribir cuando tiene la sensación de que lo que va decir es suficientemente interesante como para ser capaz de robarle dos o tres minutos de vida a alguien, sabiendo de antemano que lo que está escrito va a moverle alguna emoción, por mínima que ésta sea. Y por paradójico que resulte uno se cree que lo que escribe en sus blogs y sus páginas personales no tiene mayor trascendencia ni mejor virtud que la de permanecer para siempre en una esquina olvidada del infierno cibernético. Pero resulta que a veces, por cosas del diablo, se nos regala la felicidad de descubrir que alguien lee lo que escribes y esto es lo que me ha pasado esta noche cuando mi amigo Fran me ha dicho que seguía mi blog y a mí se me ha disparatado el ego, y me he estofado como un puding de merluza al horno, y casi me caigo al suelo de la emoción ridícula que me ha entrado. Y yo podría entender que esta alegría mía es propia de quien no tiene el hábito de escribir y que mi condición lactante de escritorcillo del tres al cuarto me impone cierto amateurismo a la hora de enfrentarme con mis fans. Pero quien conozca a Fran, quien de verdad haya ojeado el interior de su baobab, sabe que no es poca cosa que un tipo como él repare en mis líneas de cuando en cuando con el homérico esfuerzo que supone abrir una pestaña en el infinito mundo de internet para saber qué pienso yo del mundo, de modo que me van a permitir que, como agradecimiento a ese acto misericordioso, le dedique este artículo de hoy, con el que comienzo ahora una serie de retratos sobre los seres que me entornan y me ocupan. Por eso hoy me propongo  hablar de Francisco Ernesto y hacer una escueta prosopografía de su persona, teniendo en cuenta que me arriesgo a retratarlo con un carboncillo muy tímido, cosa de no caer en infundios ni exageraciones. Les digo, eso sí, que es un hombre cabal y que sabrá emparejar con alegría este patchwork amistoso. Sólo prometo ser fiel a mi verdad, al menos.
Lo primero que descubre uno al llegar a sus orillas es que hay algo de rigor en lo que habla. Un rigor que nada tiene que ver con la pedantería ni esas cosas estúpidas que padecemos los que escribimos, todo sea dicho. Es como un rosario de convicciones que carga consigo como seña de identidad, pero que siempre están dispuestas a modelarse, adaptarse y aplicarse a razón de lo que vaya viniendo. Y por si fuera poco, lo que dice no sólo lo defiende sino que lo envuelve de una alegría simpatiquísima, o a mí me lo parece y resulta luego que no tiene gracia ninguna. Las metáforas, los abstractos, los símiles y metonimias, la anáfora y el doble sentido de las palabras son tan comunes en su discurso que a veces uno olvida lo que está contando para estudiar la manera en que te está desplegando su opinión, como si fuera una cartografía antigua o un incunable del siglo XV. Me recuerda la manera en que los magos van creando ilusión de magia vieja.  
Por otro lado sus aficiones, sus ficciones: el dominio y el amor por la lengua y la literatura inglesas -con el alma repensada en dos idiomas-; la lealtad al ejercicio pequeño-burgués del tenis y las competiciones, maratones, jam sesions y medallas bañadas en oro de gloriosa juventud deportiva; su pasión por Madona, con todos sus discos expuestos en vitrinas luminosas, y agasajada con la misma devoción que  la diosa Vesta en los hogares latinos de la Antigüedad; sus libros apilados contra la pared, amurallando nuevamente los muros de su pisito alquilado; el orden de sus manos; los corazones zurcidos que le han venido dejando los años; su novalístico apetito de nocturnidad; sus historias prohibidas y la manera en que las cuenta y las sufre y, en definitiva, su conciencia de ser y existir.
Dejo aquí este primer retrato sencillo de un amigo que me ha abierto el pecho de alegría al confesarme que sigue mis artículos. Así que, como sé que lo leerás, querido Fran, y porque te lo había prometido, este es mi pequeño regalo por tu impagable caridad para con este pobre muchacho al que un día leíste.