lunes, 8 de noviembre de 2010

Elegía a Miguel Hernández, con quien tanto quería.

No es común, es cierto. Pero alguna que otra vez se suele tener la suerte de ser joven y dar con un verso iluminador, con un fragmento de una novela inolvidable, con un trozo de pensamiento que trasciende. No sólo consiste la suerte en dar con él, sino también en tener la disposición de leerlo con la entereza y la entrega que requiere la lectura, por breve que sea. Un día yo fui joven y tuve la suerte de que mis manos dieran con un volumen de poemas de un tal Miguel Hernández, cuya portada recogía un retrato suyo a pluma, y del que muchos años más tarde descubriría su autoría; nada más y nada menos que otra de las joyas de la literatura española: Buero Vallejo. Ya no recuerdo si aquel libro vino a mí por error, o yo apuré la necesidad de encontrarlo. Lo que sí les puedo asegurar, es que en aquellos poemas humanos se anudaba un hilo invisible que me hacía acabar el prodigio de un verso y continuar con otro sin descanso. Tanto fue así, que empezó a enterrarse aquella música en mi cabeza y ya no pude dejar de repetir tanta belleza. La Elegía a Ramón Sijé era un padrenuestro que rezaba cada tarde, con la misma entonación y el mismo ritmo en cada repetición. Alguna vez lo recité en el instituto donde cursaba mis estudios, en uno de tantos espectáculos como logré hacer en aquellos años, y que me valieron la confirmación de mis dos grandes pasiones: la literatura y el teatro.

Ahora con los años, después de todo este tiempo, vuelvo a descubrir en la obra de Miguel Hernández la misma entereza y el mismo coraje que un día leí en sus primeros versos. Y en estos tiempos de necesaria revolución sus poemas se vuelven granadas libertarias. "Déjame que me vaya / madre a la guerra. / Déjame blanca hermana / novia morena". De Miguel heredé sin saberlo -lo sé ahora- la necesidad de ser consecuente con el tiempo que le corresponde a cada uno. De asumir la muerte con la satisfacción de saber que uno cumple con su papel histórico. De no regalarle a los hombres venideros un mundo roto, vergonzoso, inútil. A mí aquel poeta soldado, aquel hombre sensible y social, aquel animal tierno y justo lograba estremecerme completamente. Yo lograba imaginarme desde sus versos la grandeza de su hombría, su olor a macho y a tierra, su gigante dignidad que cargaba como una cruz castigadora, pagando con la muerte y la miseria tanta honradez.

Otra de sus grandes revoluciones fue, así me lo parece, asumir una escritura de cricunstancias con una calidad literaria pocas veces reconocible en otros poetas sociales, para quienes el mensaje ideológico muchas veces imperó sobre la forma poética. Sobre todo en los tiempos de aquella España convulsa, donde se tenía que buscar por todos los medios la manera de evitar aquel cruento coup d'État que acabaría imponiendo una dictadura fascista. La poesía también se vio obligada a politizarse y a defender los ideales de la patria y de la república, ganada a golpes de luchas y de derechos. Unos años de nuestra historia contemporánea que ahora el señor Papa, en su reciente visita a España, ha querido tildar de agresivo anticlericalismo. Pero este es otro tema que no merece mayor comentario. En Hernández todo poema es de una belleza que duele, y esto no tanto por la verdad de su voluntad poética, sino por el profundo conocimiento del mecanismo a partir del cual un poema es un poema y no una receta de cocina.

Con Miguel Hernández, y luego Ernesto Guevara de la Serna, yo asumí la insignificancia de la muerte, cuando se trata de dar la vida por unos ideales.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Juan Béjar: la infancia incierta.

Durante muchos siglos el arte de la pintura en Occidente sirvió para inmortalizar todo cuanto concernía a lo perecedero -personajes, acontecimientos, paisajes- o a lo religioso, en esa pretensión evangelizadora del cristianismo para adoctrinar con material didáctico a sus fieles. También sirvió para recordar el vergonzoso esplendor de ciertos absolutismos, y como antojo sexual de grandes monarcas. Reflejó con entusiasmo el auge de la burguesía moderna, vió decapitar a los poderosos, liberarse los esclavos, volver a implantarse el imperialismo napoleónico en la Galia; dio fe de la prepotencia eurocentrista en América Latina y de la independencia de sus naciones, de la Ilustración y el Romanticismo, asisitó al nacimiento de los Estados Unidos de América y fue crucial para la vanguardia europea. Hasta la llegada de la fotografía, la pintura asumió la responsabilidad mesiánica de lo testimonial, del documento fidedigno de cuanto acontecía en el mundo. La literatura, por otra parte, se encargó de corroborar esa lealtad histórica y demostrar así el papel fundamental de la pintura en la historia de la humanidad.

Pareciera que la era tecnológica en la que vivimos le ha robado protagonismo al arte de la pintura, casi como relegándola a un oficio artesanal y manufacturado de poca trascendencia. En este aspecto, la evolución que ha sufrido la fotografía y con ella el diseño gráfico y el mundo de la imagen en general  parecen estar más en consonancia con los "tiempos modernos"; y sin embargo, autores como Juan Béjar, del que les hablaré en adelante, parecen romper con esa insidiosa manía de descalificar la pintura moderna. Pero antes de hablar de Béjar, creo que es conveniente aclarar cuáles son los retos a los que se enfrentó la pintura en la época contemporánea.

A mi modo de entender el proceso histórico de la pintura, creo que la llegada de la fotografía, lejos de ser un escollo supuso una liberación de su responsabilidad documental. La pintura, así, puede permitirse el juego de la imaginación, el campo abierto de la expresión infinita, donde no se debe lealtad a la verdad histórica sino a la verdad humana. En esta liberación del peso histórico -la vanguardia da cuenta de ello- la pintura no tiene límites reales, y busca nuevas maneras de expresarse a través de técnicas novedosas, de nuevas miradas frente al objeto, de serias convicciones políticas en los artistas. No es extraño descubrir que muchas obras de arte se han felizmente politizado. Además del triunfo de la imaginación, en la obra de arte se ha conseguido romper violentamente con la relación entre el objeto y el contexto, creando realidades aboslutamente extrañas.

Juan Béjar (1946), ha sabido crear esa realidad mágica gracias a la suma de tres -yo diría tres- elementos: la infancia, un aire historicista difícil de encuadrar y una técnica clásica que se encamina hacia lo naif .

La infancia, en ese sentido, es crucial para entender su obra: niños retratados en posturas casi forzadas, con actitudes severamente rígidas, sin esbozar la más ligera sonrisa, sin mostrar el menor rasgo de carisma. Niños pertenecientes a la nobleza, de piel blanca, embutidos en crueles vestidos de terciopelos pesados y tules agobiantes. Niños hartos de su infancia, en cualquier caso.


El contexto histórico en el que se mueve la línea estética de toda la obra de Béjar es el mismo. ¿Pero cuál es? No hay manera alguna de acordar una época histórica concreta. Y sin embargo en todos fluye un mismo aire, una misma manera de ser culturalmente. De todos ellos se podría sacar una historia del vestido que sabemos que no es actual, ni romana, ni oriental. Unos vestidos que tienen mucho de barroco, pero también de circo, de inglés y de contrarreforma. Pero Juan Béjar no se queda ahí, sino que introduce elementos en cada uno de los cuadros que resultan absolutamente desconcertantes: animales exóticos como loros, ranas, serpientes, tortugas, etc...  animales domésticos como perros y gatos de delicado pelaje, y árboles frutales o plantas de rara procedencia, y cuyas hojas parecen sacadas del mismísimo Edén. Son, sin duda, elementos que por su extraña combinación recuerdan el exotismo hispanoamericano que tan bien supo desarrollar García Márquez en Del amor y otros demonios, donde la cultura europea se diluye en el mundo colorista de la sudamericana, perdiendo su identidad pero ganando estéticamente en belleza y extrañamiento. Ganando identidad, acaso. Finalmente, elementos como señales viales de conducción al fondo de ciertos retratos, rompen con la cadencia histórica general, y hacen de los cuadros un mundo actual, en cierta manera.

En cuanto a la técnica clásica de la que hablaba, me refería a un tratado minucioso, casi orfebre, del detalle. Los estampados de las paredes del fondo de los retratos, los paisajes tranquilos, los elementos rígidos que acompañan a cada protagonista, conservan la delicadeza propia de los pintores barrocos pero con la exageración poética del arte naif de un Henri Rousseau, como si todo estuviera raramente inflado de belleza y sin ocuparse en modo alguno de ocultar la plasticidad innegable de la pintura. En cada retrato hay una disposición natural de las cosas que impide considerar la obra como un momento real, como un acto instantáneo. Se sabe que es mentira, que nada de lo que está allí existe, y sin embargo se siente una curiosidad enervante por descubrir la vida que encierra esa naturaleza muerta de muñecos de porcelana.


La obra de Juan Béjar, ese constante infanticidio barroquil tiene mucho de cuento folclórico, de narración maravillosa; es decir: de amor, de locura y de muerte.