viernes, 26 de marzo de 2010

Notas de viaje. Parte I: La Gomera.

Los canarios, por más que lo que ahora les cuento resulte de un chovinismo insidioso, seremos siempre turistas de nuestro propio paisaje. Estamos condenados a maravillarnos constantemente con el abanico informe, ecléctico, colorista y surrealista que nos ofrece nuestra geografía. Somos eternos espectadores del prodigio cambiante y antojoso de la Naturaleza. No hace falta salir de una misma isla para descubrir infinitos accidentes geográficos que invitan a la contemplación, a la introspección y -créanme- a la lujuria más descabellada. Aquí, en Canarias, se cumple el designio de aquella cita que le escuché una vez a mi amigo Adrián Díaz, y que él a su vez había leído en una vieja enciclopedia esotérica de la biblioteca paterna: <>. Hoy tengo el gusto de narrarles las fugaces peripecias que me han venido aconteciendo en los viajes que, por asuntos de teatro, he realizado a la isla colombina, la isla bonita, la maxorata y la Gran Canaria. Viajes a lo largo de tres semanas en los que he confirmado el carácter sorprendente de nuestra geografía. Además del encanto de las islas, me acompañaron durante todo el viaje Miguel Tomé –un psicólogo comprometido con la educación y la lucha contra la drogodependencia- y dos actrices: Lioba Herrera e Irene Álvarez, con quienes compartí escenarios y públicos tan dispares como intensos. De alguna manera ellas dos también son ínsulas gigantes.




La Gomera fue el primer destino de esta gira autonómica. La isla nos sorprendió con su eterna calma exótica, con su calor verde. Desde el barco logré divisar ese monumento histórico que siempre parece saludar al visitante a la llegada al muelle: la torre del Conde. Y luego, la capital abierta y serpenteante hacia los barrancos, entumecida y apretada, tranquila y amable. Ya en el interior, las iglesias antiguas como fósiles, el olor a pólvora castellana, un aire de ancestralidad intacto y honrado como emblema sentimental. La actuación en la Gomera está acuñada en mi memoria como ejemplo de teatro humano. Casi no pudimos acabar la obra, de tanto como los jóvenes espectadores gritaban y expresaban abiertamente su opinión sobre la misma. A poco que nuestros personajes mostraban la más mínima duda o el gesto de más insignificante violencia, la manada de muchachitos se encargaba de denunciar las acciones. Se los juro. Era teatro en estado puro, teatro de corral de comedia español con cazuela incluida. Era tan espantoso como agradable verse envuelto en aquel torrente de pasiones que desataba la obra y que si bien era señal de buen ánimo, era también la causa de no poder proseguir con el ritmo marcado desde el trabajo de dirección. No olvido aún la cara de Lioba Herrera, mirándome fijamente mientras ambos esperábamos a que llegara el hermoso silencio que necesitábamos para seguir narrando la historia, y presintiendo al mismo tiempo que en cuestión de minutos aquella masa social volvería a proferir el grito libre de sus emociones.

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