martes, 20 de septiembre de 2011

Confesiones sentimentales de un bufón llamado Gangarilla, por el célebre comediante Ovidio Santamaría.

Me llamo Gangarilla, y nací en las Nuevas Indias, al norte de Nueva Granada, en el año de mil e quinientos e ochenta e tres por la gracia de dios todopoderoso y mediante la ayuda de un médico imbécil que no logró sacarme a la luz sin que me faltara el aire desde el pirmer momento, con lo que quedé menguado de por vida y con un discreto aire de pánfilo que me acompañaría hasta mi último aliento. Mi padre, originario de las Afortunadas, logró escapar de las galeras del rey y hacer fortuna con su inseparable mandolina en la ciudad de Caracas, donde tuvo por dicha de conocer a mi madre, mujer de talle esbelto y de reluciente mirada, tan casta y adiestrada para los oficios del hogar como los mejores soldados lo son para la guerra. De aquel amor de entrambos tuvo lugar la infeliz noticia de mi nacimiento, pues los cielos no tenían aviso de recibir entre la humanidad a mayor hideputa y loco que este esqueleto que habito y que me acompaña ha ya veinte e ocho años.
El infortunio del destino y las adversidades que me han sucedido consecutivamente torcieron los caminos que el Señor me tenía preparados, y después de trabajar al servicio de tantos amos, ciegos y perros como me fueron abonados por la Providencia, conseguí hacerme con un florido lenguaje de injurias y herejías, que tuve a bien aprovechar para mis romances y cantares, blasfemando contra todo orden y toda ley, acompañado de la mandolina de mi padre, que le robé antes de desaparecer para siempre del hogar y donde nunca más volví a poner mis pies, mal que me pese. De esta suerte me fui convirtiendo en un trotaconventos que apuraba mis versos con largos tragos de buen vino, cuando la suerte estaba de mi lado y cuando los que me oían celebraban mi destreza. Aunque más de una vez mi lomo sintió crujir los palos de quienes veían en mi boca y mi instrumento un peligro para sus intereses, y fue así cómo hube de darme cuenta del riesgo de mi oficio. No pocas veces los obispos y hasta los feligreses más dóciles siguieron mis pasos con el fin de aniquilarme, pero por alguna extraña razón, siempre tuve la suerte de escapar a la muerte en los momentos más difíciles.
La mayor fortuna que pudo acaecerme fue la de caerle tan en gracia al mismísimo Conde Duque de Olivares que no bien habíase pasado de aquéllo medio año, cuando ya estaba actuando para el rey en sus aposentos palaciegos, y bajo la ojeriza eclesiástica, que malmiraba mis proezas a regañadientes en una esquina del salón de espectáculos. Allí tuve el enorme placer de conocer a cuatro bufones más, cuyas vidas habían corrido más o menos la misma suerte que la mía, escapando y librándose de las fuerzas del mal a cada poco. Así fue como tuve conocimiento del arte de Bojiganga, con su malicia descarada y su buen gusto por la avaricia; el deslumbrante ingenio de Ñaque, un antiguo sacerdote venido a menos que había descubierto en el arte de la blasfemia su mejor manera de existir; en las sopesadas reflexiones de Bululú, que había viajado por toda Italia y conocía perfectamente a los cómicos dell'arte, y así también conocí por último a Cambaleo, la mujer a la que le hubiera dado el mundo entero de no ser porque la vida la había tratado tan putamente que apenas si podía reconocerse en ella misma entre tanta cicatriz emocional. Ahora que lo pienso, por culpa de ese sano amor que le tuve siempre, fui el único de los cuatro que no logré holgar deliberadamente con ella, de lo que deduzco que lo peor que le puede pasar a un hideputa como yo es enamorarme tan idiotamente de una mujer desgraciada.
No puedo decir, sin embargo, que entre nosotros cinco surgiera una amistad verdadera. Pero creo que ninguno de nosotros la buscaba ni la quería. Éramos cinco bocajarros que gritábamos ante la corte lo que no querían escuchar, y a fuerza de urgar en la malicia de los poderosos corrimos el riesgo de tornar el rostro animado del Respetable en continuas expresiones de odio y rencor que supimos reconocer a tiempo, escapando en secreto de palacio y haciéndonos a los caminos más insospechados por los pueblos del país, donde mal que bien ganábamos nuestros maravedises y perras de vino. Administrábalo todo Bojiganga, pero con tan poco acierto y tan desmedidamente que cuando descubrimos su holgazanería ya era tarde y no hubo otro remedio que adaptarnos al sistema que habíamos creado por olvido y desgana.
Pobres como estábamos de repertorio y ávidos de nuevas escenificaciones bufonescas, tuvimos ocasión de dar con uno de los autores más respetados de las compañías y cofradías del arte nuevo de hacer comedias de aquellos años: Don Ignacio Cabrera de Loyola y Solórzano, hombre de grande melena y copiosa barba, que conocía en exceso las técnicas más exquisitas de la bufonería y la sátira, que dirigía la cofradía de Los Lagartos, una de las corales populares que por carnestolendas salían a las plazas públicas a denunciar el disparate político y la corrupción , y que animaba nuestro entusiasmo con discursos tan sabrossos como esperanzadores. Fue así, con la presencia de Don Ignacio, cómo fuimos rozando la muerte sin saberlo, y cómo la Fortuna nos tomó de sorpresa tras tantos esquivos, pues el espectáculo que concibió nuestro autor (ayudado por nuestro ingenio y nuestra experiencia) resultó ser de tan peligrosa hechura, de tan maliciosa reflexión, que ni a los muertos dejaba que descansaran "in pacem". Desde los huesos de los cadáveres, hasta las torres más altas del cielo, no hubo camino que no estocáramos sin escrúpulos.
No era de extrañar que en la grande España, donde los poderosos han tomado siempre las riendas de nuestra historia, aquellos bufones que lanzábamos granadas a diestra y siniestra, pagáramos rápidamente con nuestra vida tanto atrevimiento. La horca vino a nuestros cuellos tan pronto como la sedosa corbata del rey al suyo desde tempranas horas de la mañana para encagarse de los asuntos de estado.
La mayoría de la gente ignora el poder de la risa, el ungüento mágico del humor que es capaz de liberar al hombre y sacarle de sus miserias. La risa ha estado perseguida desde los tiempos de Aristóteles. ¿No les parece extraño que no haya sobrevivido a la historia el tratado que el estagirita escribió sobre la comedia? ¿Acaso la risa libera la tensión que sentimos ante un mundo absurdo? ¿Es libre quien se ríe? ¿Es una suerte poder reírse en los tiempos inmundos que corren? ¿Y será cierto entonces eso de que "el que ríe el último ríe mejor"?

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