domingo, 27 de diciembre de 2009

Francia, como de costumbre.


Lo supe y lo dije cuando vine por primera vez: este pais sera por siempre mi costumbre. Y asi ha sido hasta esta noche de finales de anio en que escribo voluptoso los placeres que me brinda Francia. No sé por qué extrania razon es aqui, en la inmensidad de un paisaje llano y rutinario,en el malestar de frio y cielo negro, donde se inflama mi conciencia continental. Tal vez mi condicion insular humana (esto lo explica mejor Pérez Minik) me confunde el latifundio y la frontera. Creo que el canario -el insular, por ende- es un animal hambriento de tierra, que encuentra su libertad en la quietud de un mismo mar constante. Nuestro horizonte tal vez esté mas lleno de fabula que de verdad, y de alguna manera nuestro mar es tambien una quimera. Aqui en Francia, la vision del paisaje se transforma, la calidez pastel calma la violencia del ojo y lo descansa. Acostumbrado al negro abismo, al verde citrico, al azul petroleo, al rojo puro y al blanco roto de la isla, la mirada aqui se llena de quietud impresionista, de nostalgia caliente. De un César Manrique a un Renoir. Tambien se huele aqui el aroma de Europa, su perfil amplio y viejo. Aqui esta el rio y el castillo, la historia perpetrada por los siglos. Alla abajo (<> dijo Breton sobre Canarias) el tiempo esta pausado, casi ausente. La isla es un espacio de aire estrecho que ignora los imperios y las causas. Es un eterno presente inconsecuente.


Francia es mi costumbre, como lo es mi predileccion por los libros, mi pasion por el orden, mi impertinente curiosidad o mi café vespertino. Cuando piso nuevamente sus umbrales me sacude una sensacion doméstica que siempre me resulta agradable, como si este trozo de tierra fria fuera un alargamiento de mi propia habitacion. Y luego, la mano calida de los amigos, enaltecida por la honestidad de mantener inmutable una relacion sentimental de tantos kilometros y meses, que se alza grandiosa para brindar por el reencuentro. Juntas las manos, el buen burdeos amenza con desbordarse de los vasos con su espesura de terciopelo y derramarse sangriento en el mantel, casi como recordando el asesinato amistoso que no cometimos.

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