martes, 5 de enero de 2010

Fantasía en blanco y negro.

Se maquilló lentamente frente al espejo del tocador y retocó un rizo voluminoso que caía soslayado sobre su frente. Afuera, la noche estaba tranquila como un niño. Luego se descalzó las pantuflas y se subió sobre unos tacones negros y altos también como la noche. Se abrigó. Alguien la esperaba abajo, en la entrada de la casa. Bajó con presura los escalones de la gran entrada de mármol y abrió la puerta. Él estaba allí, inmóvil. De sus labios se alongaba un cigarrillo humeante, y en el oscuro de sus ojos ella pudo atisbar el brillo adiamantado de sus pendientes. Se tomaron de la mano y se perdieron silenciosos por las calles de la gran ciudad. Arriba, como un rebujato, los ruidos de las fábricas y los coches eran la música más inmediata. Luego entraron en un restaurant, alguien vino a por sus abrigos y ocuparon una mesa apartada e íntima. Ella pidió un burdeos y él un gin, como sucede siempre en estas situaciones.
-¿Has hablado?
-No, Fred. Aún no- dijo ella con cierto aire de molestia-.
-¿Y cuándo piensas hacerlo?
-Ten paciencia, cariño. Aún hay muchos puntos que asegurar.
-Escúchame, pequeña. No quiero perderte por nada del mundo. O hablas con tu marido o iré yo mismo a contárselo.
Ella se atemorizó y abrió los ojos desmesuradamente, pensando para sí que aquel gesto sería perfecto para la ocasión. Él también descubrió hermoso su gesto de asombro, pero nada dijo y esperó una respuesta.
-Cariño, no puedo hacerlo todavía. Ya sabes cómo es Frank. Si se entera me estrangula. Debo decírselo cuando esté todo listo para huir.
-¿Y cuándo será ese momento? ¿Qué te falta para hacerlo?- preguntó anhelante Fred.
Ella comenzó a llorar desesperada, mientra tomaba la servilleta de tela y evitaba que las lágrimas destrozaran el trabajo de toda la noche ante el tocador. Mientras corregía su tristeza observaba la cara de Fred, embravecida. Por un momento tuvo la necesidad de tomar su copa y manchar con el vino su rostro y su intachable camisa blanca. Pero decidió levantarse, dar media vuelta y salir disparada a la salida, mientras Fred corría detrás, la tomaba del brazo y le propinaba una dulce y hermosa bofetada.
-¡Corten!-dijo el director lleno de entusiasmo- ¡Ha salido estupenda! ¡Muy bien, muchachos! No es necesario repetirla.
Y mientras aplaudía el trabajo de sus actores, las luces del estudio se volvían frías y domésticas a causa de los halógenos. A media noche, el que interpretaba el papel de Fred salío al balcón del hotel, encendió un cigarrillo y pensó para sí mismo que aquella película era una mierda. Era el mismo momento en el que, del otro lado del hotel, la actriz se subía al balcón y se arrojaba espeluznada al vacío del aire.
Mientras tanto, el director dormía satisfecho y el estudio permanecía a oscuras.

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