domingo, 17 de enero de 2010

Los Zanni o el arte de hacer comedias.

Muchas veces me pregunto qué anda buscando la gente cuando tras comprar una entrada en un teatro se sienta en el patio de butacas, apaga su móvil, cruza la pierna derecha sobre la izquierda y mantiene silencio con la mirada absorta en la escena. Me planteo qué espera el público de un teatro, de una compañía, de un actor, de un dramaturgo... Los que me conocen bien saben que cuando asisto al teatro, por lo general acabo saliendo malhumorado, decepcionado, resentido y hasta ofendido como espectador, a juzgar por las insensateces que en la mayoría de los casos suelo observar sobre la escena. No me ocurre siempre, todo hay que decirlo. Y más de una vez he salido de allí en una especie de levitación mística que parece hacerme flotar por encima del tumulto y la euforia del resto de espectadores. En ese momento es cuando uno se complace de volver a creer en la buena salud del teatro hecho en Canarias y anoche en el Teatro Leal (La Laguna) volvió a sacudirme este misticismo del que les hablo.
Yo cuando voy al teatro busco verdad. Verdad en su más amplio y artístico sentido de la palabra; verdad como única posibilidad material de realización dramática. Lo decía Jorge Eines: "Lo teatral es real, y lo real no existe". En esa verdad centro el interés de mi función como espectador, y les garantizo que esa verdad estuvo presente constantemente en el montaje que la compañía de teatro Reymala subió a escena a las nueve y cuarto de la nochede ayer y que lleva por título "La reunión de los Zanni". Allí se confabularon la belleza, el humor, el ingenio, la técnica, el talento, la imaginación, la energía y el buen gusto. Y como ven no es poca cosa.
Como estoy seguro de que este montaje dará que hablar, y por respeto a su confidencialidad espectacular me ahorro el argumento de la obra, que si bien es interesante no es, a fin de cuentas, el elemento crucial de la pieza sino un excelente medio (procedimiento tan propio de la commedia dell'arte italiana) a través del cual cada uno de los personajes va perfilando su manera de existir y de pensar. Cinco actores fueron los encargados de este prodigio; cada uno con su manera peculiar de hacer, con su arte masticado y depurado, con su humor característico y sus infinitas posibilidades expresivas:
Miguel Ángel Batista subió a la escena todo el furor de un buen arlequino. Inquieto, preciso, riguroso, con movimientos mecanizados y símbolos fácilmente indentificables. Su cuerpo hablaba tanto como su palabra, pero ésta era también intensa y divertida, estudiada y perfilada para llenar de venas y lágrimas la belleza de su personaje. Definitivamente Batista tiene la virtud de divertirse descaradamente mientras trabaja y eso llega como un chorro de alegría sobre el patio de butacas. En cada uno de sus gags cómicos se vislumbra una sombra de confetti.
Lorena Matute me sorprendió por su capacidad de entender el humor, de comprender sus personajes, de asimilar la estructura de la obra. Es ágil y noble, y creo que sabe sacar partido a todas sus capacidades expresivas. Lorena fue uno de los grandes descubrimientos de la noche, junto con la observación del teatro Leal en sí, que no conocía. (Una joya de edificio, por cierto).
Lioba Herrera, mi Lioba, estaba donde yo la esperaba y aún más allá de mis espectativas. En Lioba admiraré siempre su violencia femenina, su hembrismo escénico. Es luminosa y creativa, y nunca deja de formar parte de la tribu sobre la escena. Se entrega y participa del ritual dramático con un furor que yo llamaría animal y que se respira abajo, en la intimidad de cada espectador. La criada que interpretó anoche sigue todavía rondando en mi cabeza, difuminada con otros personajes que yo llevo en la memoria como la Zapatera prodigiosa, con aquel desparpajo tan lorquiano. Lioba Herrera está castigada a llevar para siempre el estigma de lo pasional sobre las tablas.
Daniel Tapia aportó, a mi juicio, una preciosa idea de dinamismo que fue tiñiendo constantemente la pieza. Me gustó su machismo, su belleza masculina. Me pareció necesaria dentro de tanto festín. También Daniel juega cuando y como quiere con sus posibilidades expresivas. Es un prestidigitador de su propio cuerpo. Una voz hermosa y una voluntad clara son dos más de las tantas cualidades de estos hombres-máquina. Máquinas sensibles, claro.
¿Y qué decir de José Carlos Campos? A mí me parece que su interpretación hace historia, que ahí es nada. Campos es el actor ideal, el actor formado, formulado y reformado que todo buen director desea para su compañía. Joven y hermoso (¡sí, Jose, es así, lo siento!), su belleza es tan escénica que parece de mentira. Su cuerpo está tallado a golpe de trabajo, estilizado a base de barras y de arabescos. Tiene una capacidad deslumbrante para entender los personajes, para asimiliarlos y darles la palabra que cada uno de ellos necesita. Es cursi cuando quiere, y profundo también si lo desea. Jose Carlos es intenso y natural, como una enredadera fuerte que se agiganta a medida que pasa el tiempo, porque estaba en el destino de la historia que así fuera. Ya se lo dije un día no sin cierta pretensión: "Con veinte actores como tú se puede cambiar el rumbo del teatro".
Así son estos cinco farsantes: extraños, lúdicos, críticos, inquietos, joviales y de alguna manera inolvidables. Mucho de ingenioso, supongo, debió haber en el trabajo de dirección que Adriano Iurissevich propuso a la compañía. Sin duda reinaba en todo el montaje una claridad escénica, una lucidez artística que olía constantemente a una buena dirección. El público respondió con la misma energía que recibió mientras observaba la obra. Fue un juego de espejos.
Y así casi como un secreto, la compañía de teatro Reymala ha comenzado a marcar un rumbo fuerte y decidido en el teatro de las islas y dejándonos espectantes ante la posiblidad de un nuevo proyecto. Yo aplaudo con entusiasmo y admiración el buen trabajo de estos artistas y la dignidad con que han afrontado un trabajo tan serio como el de la commedia italiana. Espero poder disfrutar infinitamente de sus trabajos y salir flotando nuevamente del teatro, con un intenso sabor a gloria en la garganta.

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