sábado, 23 de enero de 2010

La novela como juego, la literatura como poder.

Sigo temblando todavía. Sigo perplejo con el prodigio de la literatura. Mis ojos acaban de cerrar las páginas de una novela que acaso cayó en mis manos por descuido. Sé que alguien me la recomendó y así se enterró en los volúmenes de mi biblioteca. Yo la tenía olvidada. Creo que la empecé alguna vez pero, como de costumbre, mi desinterés por ella o mi falta de tiempo renunciaron a cumplir con el ciclo del libro. A decir verdad, nunca he sido un gran apologeta de ningún libro en particular. No he creído nunca en “el gran libro”. Aunque me veo obligado a reconocer el interés y el temblor que me causaron novelas como Don Quijote, Cien años de soledad, Madame Bovary o Las uvas de la ira. Pero considero que cada lectura es imprescindible en mi formación y aún en la evolución de la literatura en general. Plinio el joven dijo una vez. “No hay libro tan malo que no sirva para algo”.
No obstante, estas casi setecientas páginas que acabo de devorar justo ahora las incluiré en mi lista de referentes a los que acudo siempre que me dispongo a escribir, y estoy absolutamente convencido de que serán promotoras y condicionantes de cuanto escriba en el futuro. No; no estoy exagerando. No es azaroso que la novela de Jeffrey Eugenides, intitulada Middlesex, haya recibido el galardón Pulitzer, como lo fue también la de Steinbeck que nombro arriba.
Absolutamente poética, fabulosa, cíclica y concisa, la novela narra la historia de una familia de griegos instalada al norte de los Estados Unidos, concretamente en Detroit. Un repaso por tres generaciones a lo largo de unos ochenta años, desde el desembarco de los primeros progenitores desde Esmirna, hasta la pérdida de sus ancestrales costumbres, desvirtuadas en los hijos. Todo esto aderezado con una tragedia principal: la del hermafroditismo. Es Calíope Stephanides quien nos narra en primera persona la historia de su familia y de su desgracia. Una Calíope conjeturada, apretada en normas sociales, reflexiva con cuanto le rodea como consecuencia de esa ambigüedad sexual. Esta identidad dualista le permite –y nos permite- hacer un balance completo de los hechos, a través de la sensibilidad femenina y la agudeza masculina.
Middlesex está llena de amor, de odio, de vergüenza, de cansancio, de lucha, de entrega, de comprensión, de unión, de mentiras y de esperanza. Es un cúmulo de sentimientos narrados con un dominio magistral del tiempo y la estructura, donde el autor nos lleva a paso firme e informe por donde quiere.
Es también tan antigua como un buen clásico, como un Homero moderno. A medida que sucede la novela las comparaciones con la mitología de esa Grecia progenitora no son sólo abundantes sino perfectas, adecuadas. Como también lo son las críticas del sistema moderno americano, de su revolución armamentística, de la imposición de su prestigio en el mundo. Todo esto hace de Middlesex una Ilíada actual, con el fondo de fábula que tiene toda buena obra.
Sólo esto se me ocurre por ahora. Si tengo algo más que contar, ya lo iré escribiendo. Aún sigo temblando. Creo que me he convertido también en un hermafrodita de la literatura con esta novela: mitad escritor ilusionado, mitad lector voraz.

1 comentario:

  1. Mil gracias por el estudio que haces de esta novela que tanto te ha impactado. Tomo nota.

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