sábado, 19 de junio de 2010

Una dama boba.

Anoche dos grandes sorpresas: el Paraninfo de la Universidad de La Laguna, y La dama boba, de Lope de Vega, que yo había leído ávidamente con dieciséis años, pero que nunca había visto representada. De la pirmera sorpresa debo decir que fue una mezcla de encanto y desilusión: demasiado gigante y desangelado para recinto de teatro, y demasiado frío para cita universitaria. Eso sí, el techo del Paraninfo, me resultó delicioso. De un lado, los obreros del mundo, del otro los intelectuales, hacia un norte las palomas, hacia otros cielos las águilas, y todos allá arriba mirándonos, empequeñeciendo nuestras existencias con las suyas. Algo de trascendente hay en aquel fresco, algo de extraño también, con una esquina donde se advierte la máquina y el futuro; el futurismo, por mejor decir.

La segunda sorpresa, La dama boba. Cuando alguna vez alguien ha tenido la bondad de preguntarme (preguntar es un acto bondadoso) una definición de teatro, yo he respondido que hay tantos tipos de teatro como maneras de entenderlo. Hay teatro cuya referencia son los actores del montaje, hay teatro que se convierte en éxito por sus directores, hay teatro de autor, hay teatro de escenografía, hay teatro de libreto, teatro de música, teatro de iluminación, de adaptación o versión, de producción, de maquillaje... y teatro de vestuario. Éste último, es el que representa para mí, la bobita dama de Lope que vi ayer en el Paraninfo. No significa esto que el vestuario sea lo único que vale la pena del montaje. ¡Nada más lejos! Sería tan injusto como miope decir sólo eso de la propuesta clásica de la compañía Réplika Teatro. Pero el hecho de ser Ágatha Ruiz de la Prada la encargada del vestuario y la escenografía, no es sólo un llamado comercial sino un estigma que marca de arriba abajo la obra de teatro. La marca desde la conciencia del espectador que asiste por la curiosidad de ver un clásico en manos de una modista tan particular, y porque esa particularidad de Ruiz de la Prada es evidentemente una línea estética inquebrantable.

El montaje fue, sin duda, delicioso. Los actores, embutidos en aquellos kilos de goma espuma y fluorescentes, parecían no formar parte de la raza humana. Los corazones y los círculos y las estrellas, se amontonaban -con cuidadísimo equilibrio- en los vestidos y los ropajes. Todos los diseños no hacían más que acariciar ligerametne la idea del vestuario del Siglo de Oro. Eso sí, muy soslayadamente, permitiendo crear un mundo nuevo a partir de la inspiración de los volúmenes y las formas de aquellos tiempos. La armonía de los colores en el escenario, junto a un juego de luces fantástico y sutilísimo, hacían del montaje una especie de dibujo animado, de caricatura del mejor cómic juvenil. A mí me sorprendió el talento escénico de Ágatha para respetar al mismo tiempo el protagonismo del verso en la obra, trabajo que muy probablemente se deba especialmente al cuidado de Jaroslaw Bielski por acentuar la importancia del texto, frente al espectáculo. Duro trabajo para un director teatral cuyo montaje cuenta con un vestuario que es un símbolo nacional, perfectamente reconocible y que nos impone una excentricidad ya conocida por todos, que es la de Ágatha, la de su mundo tan básico y tonto, tan estupendo.

Eso sí, por más que Bielski haya construido una linda versión de Lope, el verso del Fénix sigue sufriendo en este país la amenaza de no ser dignamente recitado. Acaso sufre de ser incomprendido, aún peor. Especialmente en los actores jóvenes, ufanados en mostrar sus cuerpos esculpidos y sus bellezas -doy fe de ello-, entusiasmados con danzar sus encantos por la escena, pero olvidados del ritmo interno de un verso que debe fluir mágicamente natural, sin interrupciones ilógicas, sin paradas en encabalgamientos abruptos. Esto es más grave cuanto que lo que está en juego es la comprensión de los clásicos en la actualidad, y por tanto su continuidad en las carteleras nacionales. Olvidar nuestros clásicos -probablemente lo mejor del teatro barroco europeo- es lanzar al olvido toda una tradición no sólo dramática, sino histórica. Lope, Calderón, Tirso, Guevara, Amescua, Castro o Bances Candamo, son el reflejo de una España intensa, y obras como Fuenteovejuna, El alcalde de Zalamea o la misma Dama boba (con su crítica descarada a los intereses matrimoniales y el arribismo) son un referente social y humano para los fundamentos de nuestra sociedad actual. Y el no verlo así, el no darle esta suma importancia, es abrir la puerta al olvido, que carcome -como ya sabemos- todo éxito humano.


No obstante la dirección era fresca, la escenografía de lo más simple (cuatro cojines que formaban un trébol ¡de cuatro hojas!), los actores se entregaban con el entusiasmo y la alegría precisa de la trama, y los espectadores reímos no pocas veces con los disparates de Lope de Vega y con su infinito ingenio y maestría. Me gustó aquel mundo onírico, inexistente, donde la realidad y la ficción no tienen frontera, y donde los corazones, tan propios de una comedia de enredo amoroso- se multiplicaban innumerables por la escena. Celebro el empeño de la compañía Réplica Teatro por demostrar que Lope es un recurso teatral inagotable y por acercarnos los clásicos con la urgencia del show emocional y visual que busca el espectador de hoy.  O como se dice por mi pueblo: entre col y col, lechuga.

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