viernes, 30 de julio de 2010

Canarias, de Delirium.

Por estas ínsulas extrañas es poco común encontrarnos con montajes teatrales que sepan ahondar en lo que Domingo Pérez Minik dio en llamar la condición humana del insular. A mí me parece que en Canarias, pese al esfuerzo de mucha gente no se ha consolidado una manera propia, exclusiva, identitaria de hacer teatro. Un teatro que sepa corregir el amilanamiento, la cobardía o la malagana, pero que incluya al mismo tiempo el paisaje insular, la sana voluntad, el tiempo y la esperanza, tan propias de estos fragmentos de tierra caliente en que vivimos. En ese aspecto, los catalanes tienen una forma absoluta, -indecisa también- y convencida de asumir la teatralidad. Ellos suben al teatro lo que son, y vomitan en la escena sus miserias y enaltecen con esmero su idiosincracia. Hacen teatro para saberse representados, para encontrarse allí, en el escenario. Para que al volver a su casa, el espectador se cague en la madre que los parió o se coman a besos su feliz catalanismo. En Canarias, me temo que han sido pocas las experiencias que en este aspecto se han sucedido en los teatros de las islas, lo que no quiere decir que no haya excepciones.

Este pasado miércoles, en Garachico, se dio un caso exclusivo de ésos que les vengo comentando. La compañía Delirium teatro puso en escena un texto de feliz construcción no sólo técnica sino ideológica. Su autor, Antonio Tabares, de quien confieso desconocer más obras que esta magnífica pieza, ha sabido trenzar en siete cuadros los problemas de más candente actualidad social e histórica de las islas. No es azaroso que el título de la obra sea Canarias, y que las maneras en que el dramaturgo exprime, comprime e imprime el sello de la canariedad sean tan sugerentes como emocionantes. Hay una brillantez en toda la obra, no sólo ya como texto literario sino como puesta en escena, con esa ingeniosa manera que tiene siempre Delirium para amoldarse y adaptarse a toda situación y todo espacio; ingenio que es tal vez la consecuencia directa de la famélica situación del teatro en las islas, pero también de la excelente capacidad de Severiano García Noda para hacer virtuosos los defectos, y saltar sin miedo los obstáculos. 

Tabares ha sabido construir una pieza de luminoso espíritu canario, sin ese sentimentalismo tan común de quienes intentan plasmar unas islas folclóricas y lacrimosas. Siempre con una voluntad crítica justa, con una precisión dialéctica sorprendente, mostrando una Canarias que existe al salir del teatro, que es cierta y se impone innegable en la cotidianidad de la calle. Pero lo ha hecho además con un lenguaje abstracto, con problemas que puede reconocer -¡y sufrir!- un australiano, un cubano y un catalán. Es una carpintería teatral casi de retablo, de símbolos de fácil reconocimiento. Es, sin duda, un ejercicio intelectual aboslutamente bondadoso.

El resto de culpables de este prodigio son la compañía Delirium y los actores del montaje. La compañía por afrontar un texto de dudosa acogida y por propiciar un teatro que por fin suba a las tablas lo que somos; los actores por saber entender tan bien la intención del autor, y ser médiums entre la poesía del texto y la realidad del patio de butacas.

Con propuestas como Canarias, de Antonio Tabares, se confirma -una vez más- la necesidad de practicar un teatro que se parezca por fin a lo que somos, por más que nos joda, nos inquiete, o nos aterre. No lo sentencio yo, sino el chorro de aplausos que como un alud les cayó encima este pasado miércoles a estos peligrosos profetas.  


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