lunes, 12 de julio de 2010

El hombre que inventó mi infancia.

Cuando yo era chiquito y vivía en casa de mis padres, el mundo era fácil y las tardes transcurrían a cuentagotas; tranquilitas. Todo era una especie de paraíso construido a la medida de mis necesidades, quizás también de mis miedos, pero dentro de un orden que yo lograba trenzar. Detrás de mí, ahora lo recuerdo, estaba la sombra gigante de mis padres para arreglar nuevamente mis constelaciones cuando ese mosaico de preguntas que yo mismo construía se me venía abajo a golpe de dudas y de miedo.

En ese tiempo de selva, yo tenía una misión predestinada; una especie de estigma que me marcaba inevitablemente; una tarea que yo cumplía sin escrúpulo: el juego. Para mí jugar era mucho más que matar el tiempo y mucho más también que un aprendizaje al uso. Era adentrarme en un territorio tan intensamente distinto y revelador, que sólo allí acababa por conocerme de verdad y extender las llamas de mi imaginación hacia extremos que de ninguna otra manera hubiera sido posible. También es cierto que en mi juego yo era el único creador. Pocas veces compartí el acto del juego con otros chicos, de modo que yo era el dios todopoderoso del país minúsculo de mis juguetes.

El caso es que mi infancia -ese periodo del que les hablo- fue como fue gracias a un hombre que la inventó y al que, por desgracia, nunca conocí: Hans Beck. Seguramente por este nombre pocos saben quién es, pero si les digo que es el creador de los Playmobil, podrán hacerse una idea del favor tan grande que nos hizo tanto a mí como a muchos de mi generación y algunas anteriores a la mía. Desde que por el año 1974 Beck creara aquellos hombrecitos de siete centímetros y medio hemos sido muchos los privilegiados que supimos aprender con ellos normas de civismo, relaciones humanas, política de los cuerpos, diferencias generacionales, respeto por las profesiones, admiración por la naturaleza y conocimiento de la historia. Hans Beck logró convertirme en el dueño de aquellas vidas que me eran regaladas de a poco en fechas navideñas o de aniversario, y que yo sumaba al conjunto de tribus que guardaba en cajas de plástico. Precisamente el segundo factor al que debo la existencia de los Playmobil es a la revolución del plástico -es decir, del petróleo- que tuvo lugar en los años setenta en los países petrolíferos.

Gracias al playmobil (en España se llamó Famobil, porque la franquicia que se encargaba de su distribución era Famosa) yo adquirí una idea limpia de las cosas. Aprendí a abstraer y simbolizar todo lo que me rodeaba. Muchos de mis primos -lo recuerdo aún- jugaban con unos muñecos tan realistas, tan evidentes, tan poco propicios a la imaginación que sólo de verlos, a mí me parecía conocer la vida de todos aquellos seres violentos. Eran juguetes sin infancia. En cambio para los playmobil sólo existía la emoción de sus vidas según el nivel de emoción con que yo afrontaba el juego. Ellos estaban a disposición de mis antojos, de mis ganas de ungirlos en la felicidad o en la desgracia. Eran una tábula rasa dispuesta a impregnarse de mi voluntad. Nada en ellos era evidente.

En esos años violetas mis manos construyeron tantos mundos que hubiera sido posible crear una isla entera. Las ciudades nacían y se fundaban nuevamente cada tarde sobre el suelo de losas viejas y frías de mi habitación. En aquellas cuatro paredes -hoy el paraíso donde mis abuelos pasan sus horas vespertinas- yo fui un dios niño que disponía de la vida de una sociedad para mí solo. Allí, aquellos ciudadanos esperaban a pie firme la hora de mi regreso, ya hiciera nieve, frío o miedo.

Hermosa sensación la de saber que uno cumplía con su deber histórico en aquel diminuto paraíso de plástico.

2 comentarios:

  1. Acabo de sufrir un teletransporte en toda regla... mi hermanita dice que ella aún seguiría jugando con los Playmobil, a escondidas si es necesario...

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